lunes, 9 de diciembre de 2013

8 diciembre 2013 (2) La Vanguardia


8 diciembre 2013


Editorial La Vanguardia










La oleada de excarcelaciones derivada del fallo del Tribunal de Estrasburgo que derogó la doctrina Parot ha conmocionado a la sociedad española. Ver en la calle a asesinos con decenas de crímenes en su conciencia, o a otros que se ensañaron despiadadamente con víctimas indefensas, ha provocado gran desazón a muchos ciudadanos. Porque más allá de entender que, de acuerdo a derecho, los liberados habían pagado ya su deuda con la sociedad, su salida de presidio, a menudo sin mediar contrición, causa profundo rechazo.

Estas reacciones particulares, que pueden ser hasta cierto punto comprensibles, no deberían tener correlación en otras instancias. Y, sin embargo, lo ha tenido. Diversos medios de comunicación han abordado estas excarcelaciones con criterios muy discutibles. Por ejemplo, cuando los han tratado con un estilo más próximo al populismo que al respeto a la legalidad vigente. O, por ejemplo, cuando los han usado como una mera palanca para ganar audiencia, sin reparar en las gravosas consecuencias de su actitud.

Todo ello invita a reflexionar sobre la responsabilidad de los medios y sobre el modo en que gestionan su influencia social. No es de recibo que alienten, como algunos han hecho, las críticas al Tribunal de Estrasburgo, cuando hay un principio básico del derecho que impide aplicar normar legales con efectos retroactivos, tal y como hacía la doctrina Parot. Y no es de recibo porque tampoco lo es buscar la empatía con determinados sectores del público fomentando una aproximación irracional y apasionada a estos casos.

Igualmente censurable es la actitud de los medios que corrieron tras Miguel Ricart, uno de los autores de los crímenes de Alcàsser, a su salida de la prisión la semana pasada. Y que hablaron con él y divulgaron fragmentos de la entrevista mientras anunciaban su emisión completa para una fecha inmediata... Hasta que las redes sociales empezaron a recoger una amplia corriente de protesta que les indujo a retirar tales fragmentos de su web y cancelar sine dia la emisión íntegra. No se sabe si lo hicieron guiados por un repentino rapto ético, o por temor a que esa protesta en la red condujera, como ya pasó con anterioridad, a una retirada de anunciantes en los espacios donde, en ocasiones, un criminal puede beneficiarse económicamente de su fechoría. En todo caso, bienvenidas sean esas corrientes de opinión si han forzado a tales cadenas a moderar su ímpetu populista.

La información no debe admitir cortapisas en un régimen democrático, porque aplicarlas suele equivaler a actuar contra el interés común. Pero eso no significa que los medios de comunicación no deban regirse por unos imperativos éticos que conviertan en impensables determinados contenidos. Aumentar la audiencia, y con ella la factura publicitaria y los ingresos, es un objetivo económico lógico para cualquier cadena. Pero, tal y como afirma Michael J. Sandel, profesor de filosofía política de Harvard, en su reciente ensayo LO que el dinero no puede comprar, hay razones económicas que la ética no debe comprender ni admitir. Por la sencilla razón de que por mucho –demasiado- que hayamos avanzado en la mercantilización de la sociedad y de sus servicios, las personas, sus vidas y sus sentimientos no pueden ponerse a la venta sin verse erosionados, dañados o corrompidos para siempre.


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