18 noviembre 2015
Tras la
inauguración, el olvido
Las víctimas del terrorismo
denuncian el abandono de los monumentos dedicados a ellas y piden una reflexión
sobre su sentido
Ángeles Pedraza, que perdió a su hija en los atentados del 11-M en Madrid, se acercó el 11 de marzo de 2012 al monumento de Atocha
a dejar unas flores. “Casi llaman a seguridad. Que si no habíamos pedido
permiso. Horroroso. Dejé las flores y me fui. Luego las retiraron”, relataba
ayer. Así que no es de extrañar que el propio monumento haya caído en el
abandono, aunque Pedraza, presidenta de la Asociación de Víctimas
del Terrorismo (AVT), asegura que el olvido comenzó al minuto siguiente de la
inauguración.
Que ahora lleve más de dos meses espachurrado contra
el suelo de la estación es un final coherente. Y parece que recurrente. Hay
muchos lugares de memoria de víctimas del terrorismo en toda España descuidados
o incluso vilipendiados, como el de Fernando Múgica en San Sebastián, roto en
la maleza y con pintadas de ETA.
Sitios destinados a preservar el recuerdo parecen
abocados a que, una vez inaugurados y cumplido el trámite, solo se recuerdan cuando se denucnia su olvido. ¿Sirven para algo? ¿Cómo viven
las víctimas estos lugares? ¿Los visitan? ¿Les traen malos recuerdos? Todas las
víctimas consultadas alaban el recinto de las Torres Gemelas de Nueva York como
ejemplo; y el de Atocha sería su antítesis: ejemplo de lo peor. “No fue hecho
con cariño”, asegura Pilar Manjón. “Jamás ha estado señalizado. No se sabe si
es de Fomento o del Ayuntamiento. Se hizo sin las víctimas, deprisa y
corriendo. A la larga no es de nadie. Es que ni pone qué es eso”.
Manjón, presidenta de la Asociación 11-M, no fue
nunca a verlo. Entre otras cosas porque ya no es capaz de pisar una estación.
Hasta hace tres meses. “Tuve que ir a Atocha sí o sí, y me acerqué. Sola. A las
tres de la tarde. Muy triste”.
Mejor una plaza pública
En otro escenario de los atentados del 11-M, la
calle Téllez, no se hizo nada y la gente sí que iba a depositar flores. “Pero
la falta de cuidado lo convirtió en un pipicán, menos mal que al final pusieron una
valla”, comenta Manjón. Ella y Pedraza, como otras víctimas, prefieren el
monumento de la estación de El Pozo, obra de Peridis. “Me encanta. Es una plaza
pública, de todos. Debe ser un lugar de recuerdo, que te puedas sentar, pasar
el rato o llorar. Prefiero lo simbólico, las esculturas de personas dan dolor”,
explica Manjón. Hay más de un centenar de lugares de
evocación del 11-M en España,
surgidos espontáneamente, y muchas víctimas los sienten más cercanos. Pedraza
opina que la clave es “no encargarlos al amigo de turno o al arquitecto de
moda, sino a personas con sensibilidad”.
La relación con estos lugares es muy íntima y sutil.
Es imprevisible lo que puede surtir el efecto deseado, pero un ingrediente
esencial parece ser el cariño, ajeno a la semántica política. “A Fernando y
Jorge, su escolta, les pusimos una palmera aquí en Vitoria. Nos pareció
perfecto. Va creciendo y está cuidada”, cuenta Jesús Loza, de la Fundación Fernando
Buesa. Cree que no es solo asunto de las víctimas, sino un derecho de la
sociedad: “Es una obviedad, pero el olvido de los lugares de la memoria va en
contra de la memoria”. Parece un juego de palabras, pero Loza insiste en que un
monumento necesita mantenimiento, y si te olvidas de mantenerlo, has olvidado
la memoria.
En la misma ciudad, por ejemplo, se va borrando el
nombre de cien muertos de ETA de un gran monumento de Agustín Ibarrola.
Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio Ordóñez, asesinado en 1995, es la
presidenta de Covite, la asociación de víctimas que lo promovió y está harta de
pedir que lo reparen. “Ni caso. Desde que Alfonso Alonso era alcalde hasta hoy,
es una desidia total”, denuncia. En cualquier caso no cree que estos sitios
sirvan para gran cosa: “Nadie se fija, ni se para. Una calle dedicada, por
ejemplo, sí sirve para algo”.
En el País Vasco el debate está en otra dimensión, una fase previa al olvido, porque aún hay
muchos lugares en los que la gente que vive allí ni siquiera sabe que hubo un
atentado. Aún deben ponerse muchos monumentos para poder olvidarlos luego.
Vitoria es una excepción. Es la única de las tres capitales vascas donde hay
placas en todos los lugares en los que se produjeron atentados. “Hace poco
colocamos ochenta en San Sebastián en una noche, pero ya han quitado casi
todas, quedan cuatro”, dice Ordóñez. Colocaron una placa donde mataron a su
hermano. Al día siguiente la quitaron pero quedó el pegote de silicona.
Representa bien el modo en que debe resistir la memoria.
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