lunes, 31 de enero de 2022

27 enero 2022 El Correo (opinión)

27 enero 2022

 


«Me sentí humillada por tener que irme tras el asesinato»

40 aniversario

Mari Carmen Etxebarria se marchó a Sitges por las amenazas tras la muerte de su marido, que era policía municipal en Ondarroa

Cuenta Mari Carmen Etxebarria que el día que más ha llorado fue aquel que cerró la puerta del piso y se marchó de Euskadi. La viuda de Benigno García Díez, asesinado hace hoy 40 años, tuvo que irse apenas doce meses después. «Me fui convencida de que era una temporada, dos o tres años. Luego los hijos hacen su vida, pasa el tiempo y es difícil volver. Al principio echaba mucho de menos el País Vasco y lo sigo echando». Responde al teléfono desde Sitges, un refugio temporal que el tiempo hizo definitivo.

Habla sin tapujos de un exilio precipitado y desgarrador: «Después del atentado de ETA, recibí muchas amenazas para que me fuera. Nos dejaban papelitos amenazantes. Llegaron a decirme a la cara que pondrían una bomba en casa si no me iba». La salida fue traumática. «Estaba convaleciente de una operación quirúrgica y una vecina venía a ayudarme al hospital, en Bilbao, y pasaba las noches conmigo. A ella le dijeron que me daban cinco días para irme o saldría con los pies por delante. Tuve que pedir el alta voluntaria y marcharme. Me sentí humillada», reconoce. «Tenía seis hijos y pasaba mucho miedo por ellos», recuerda. «Sólo unos pocos amigos» les ayudaron a preparar las maletas.

Su marido, Benigno García, era policía municipal en Ondarroa. De origen gallego, vivía en la localidad costera desde 1965, donde empezó trabajando de marinero. Tenía 36 años cuando lo mataron aquel 27 de enero de 1982. Llevaba dos años recibiendo amenazas y había pedido una excedencia que se estaba tramitando. «Cambiaba siempre de ruta, pero había un pequeño tramo, de 50 metros, que no podía variar. Allí le asesinaron, muy cerca de casa».

«Mi padre era muy religioso y en Basauri le negaron la extremaunción por ser guardia civil»

Charo Cadarso

Hija de Luis Cadalso

«El ambiente en Ondarroa en aquel momento era terrible. Me contaron tiempo después que en los bares del pueblo se comentaba días antes que le iban a matar». Aunque el crimen se cometió a pocos metros de su domicilio, nadie se acercó a avisarla hasta horas después. Entonces salió a la calle y se cruzó con una vecina. «Me preguntó si lo habían matado ya o si todavía seguía con vida. Jamás lo olvidaré».

Consciente y orgullosa de «haber criado a mis hijos sin odio», Mari Carmen Etxebarria sacó a su familia adelante trabajando sin parar. «Era auxiliar de clínica y estaba en el hospital casi 24 horas, tenía que hacer las suplencias por las noches. Muchas veces dormía un par de horas», rememora. Cataluña no les recibió con los brazos abiertos. «Los vascos no gustaban y las víctimas tampoco. Cuando pasó lo de Hipercor es cuando vinieron algunas vecinas a darme su apoyo», recuerda.

En los llamados años de plomo era relativamente frecuente que el atentado mortal no supusiera el final del acoso. Lo sabe bien Charo Cadarso. Su padre, Luis Cadarso, era teniente coronel de la Guardia Civil en la reserva. Le mataron en la plaza de Basauri el 14 de abril de 1981. Pocos minutos antes, había comprado el periódico y el quiosquero, amigo suyo, le había comentado que había muerto un militar en San Sebastián. Él le respondió: «Hoy han sido unos y mañana podemos ser otros». No podía saber que aquella sentencia sería realidad en pocos minutos.

«Mi padre era muy religioso y murió frente a la iglesia de San Pedro. Pedimos al cura que saliera. No quería, pero al final salió. Le pedimos que le diera la extremaunción y se negó porque era guardia civil», se duele su hija.

Ella era profesora y supo más tarde que «el padre de una alumna mía de cinco años» facilitó información para el atentado. Después del crimen, «había gente que nos seguía por la calle durante horas y nos tocaban al timbre de madrugada. Denunciamos pero nos dijeron que 'sin sangre' no podían hacer nada. ¿Más sangre todavía? Al final, me compré un piso en Calahorra con la ayuda de un amigo de mi padre. Y me marché. Había que irse sin hacer ruido, sin molestar».

«Después del atentado, llamaban de madrugada con amenazas. Pusimos el teléfono a otro nombre»

Nieves Fernández

Esposa de Agapito Sánchez

El telegrama de las compañeras

La presidenta de la AVT, Maite Araluce, sintió que ser víctima la convertía en «enemiga de una sociedad enferma». Tras el asesinato en octubre de 1976 de su padre, el político y presidente de la Diputación guipuzcoana, Juan María de Araluce, nadie le dio el pésame. Las compañeras de colegio, de 15 años, alejaron las mesas de la suya y las monjas tuvieron que pedirles que las juntaran de nuevo. Recibió un telegrama días después. «Ya queda un cerdo menos en la Tierra». Años después supo que lo enviaron aquellas alumnas.

Solía ir a recoger a su hermana de diez años porque le pegaban carteles en la mochila. «Esto te señalaba y te hacía la vida imposible». Al final, su madre decidió trasladarse a Madrid y «alejarse del odio». Allí se dio cuenta de «la falta de libertad en la que habíamos vivido, sin hablar de nada». La soledad extrema contrasta con una anécdota de hace unos años, en una visita a San Sebastián. «Un hombre se me acercó y pidió darme un abrazo. Me dijo que su padre, que trabajó en la Diputación con el mío, murió con la pena de 'no haber estado a la altura'».

El acoso posterior al asesinato no se circunscribía a militares, policías y políticos. Con el peluquero portugalujo Agapito Sánchez, ETA recurrió al pretexto habitual de las drogas. Pasaron muchos años antes de que el Ayuntamiento pidiera perdón a la familia por no haber defendido su memoria, algo que hizo Mikel Torres al llegar a la Alcaldía. La viuda de Agapito, Nieves Fernández, opina que «le mataron a él y a toda su familia. Nos echaron encima el estigma, cerramos un negocio familiar, nos hundieron». No había asociaciones ni apoyos de ningún tipo y Nieves decidió no comentar con nadie que era una víctima. Pero no bastó. «Nos llamaban a casa a todas horas, con insultos y amenazas de muerte. Denunciamos, pero no sirvió de nada. Cambiamos de número y seguían las llamadas. Tuvimos que poner el teléfono a nombre de otro familiar».

Nieves Fernández se emociona al recordar un capítulo que parece nimio pero fue el detonante de que se fueran a Madrid. «Tras el asesinato, cuando vino la Policía, me enseñó fotos de colaboradores y fue muy traumático. Había vecinos, compañeros de mi clase. Yo no contaba nada a nadie. En año y medio sólo salí de casa para llevar al niño a preescolar. Un día le invitaron a su primer cumpleaños. Yo sabía quiénes eran los padres y no le podía dejar ir. No sólo me habían jodido la vida con 26 años sino que aquello afectaba a mi hijo. Y me rompí». La capital de España fue para ella «una liberación» y encontró allí lo más importante: «Mi hijo ha crecido sin odios ni rencores». Llama la atención que esta misma frase ha sido pronunciada, de forma textual, por las cuatro entrevistadas. Ese es su legado.

Opinión:

Enviarle un enorme abrazo a Mari Carmen Echevarría y a sus hijos e hijas. En los peores momentos de la historia de la banda terrorista ETA en cuanto al abandono que sufríamos sus víctimas, tuve el inmenso honor de asistir en todo lo posible a Mari Carmen y al resto de su familia.

Tengo muchos recuerdos sobre numerosas conversaciones, la enorme cantidad de gestiones realizadas y los malos momentos vividos que confirmarían la tremenda dignidad de esta familia.

 

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