domingo, 9 de marzo de 2014

09 marzo 2014 (3) El Pais

09 marzo 2014



De los cipreses del Bosque del Recuerdo a la casa de Leganés donde se suicidaron los autores de la masacre.
Una década después del peor atentado de la historia de España, viajamos con la imagen y la palabra a los escenarios de la tragedia





El Bosque del Recuerdo
Memoria viva

Los cipreses son árboles resistentes, orgullosos y obstinados. No se van por las ramas. Crecen a lo alto, divinos ellos, hasta medio metro al año, sin nada que les distraiga de su obsesión por tocar techo. Los olivos, sin embargo, son especie pragmática. Domesticados por el hombre durante milenios, tienen una misión en su vida, que puede ser centenaria: dar cuantos más frutos mejor para sus amos. Por eso se expanden a lo ancho y no crecen más allá de una altura que permita a los humanos hacerse con ellos. Da gusto observar cómo conviven cipreses y olivos en el Bosque del Recuerdo del parque del Retiro de Madrid. Como Quijotes y Sanchos. Espirituales los primeros, terrenales a rabiar los segundos. Hay plantados 170 cipreses y 22 olivos en este promontorio, una especie de espiral hacia el cielo ideada como homenaje de la ciudad a los fallecidos en los atentados. Uno por cada asesinado. Hay otros monumentos, otros memoriales, pero es aquí donde las familias prefieren recordar a los suyos cada 11-M de cada año desde el primer aniversario. Quizá porque, lejos del bronce y el granito de las estatuas y las placas, los árboles están vivos, como ellos en su recuerdo. No hay un nombre para cada uno, pero puede que haya a quien consuele imaginar que uno de esos Quijotes, o de esos Sanchos, encarna la inconsolable ausencia de su ser querido. En diez años, alguno ha enfermado, ha muerto incluso, y ha tenido que ser trasplantado o sustituido por un ejemplar joven. Pero también había ancianos, y enfermos, y niños entre los caídos en las vías. Así es la vida. Hay alrededor del Bosque un hondo silencio. Lejos y cerca, sin salir del parque, los críos juegan al pilla-pilla, los adolescentes se comen a besos y un centenar de abuelos en chándal hacen gimnasia sueca a las órdenes de un monitor hiperactivo. Seguro que alguno, allá por noviembre o diciembre, salió con los bolsillos llenos de las aceitunas del Bosque del Recuerdo. Nadie las recoge, pero nunca queda una.

Mina Conchita
La boca del lobo

El caolín es una arcilla muy blanca y muy pura tan presente como el negrísimo carbón en las tripas de Asturias. Desde vajillas hasta retretes, pasando por medicamentos contra la acidez de estómago, llevan caolín en su composición química. La empresa Caolines de Merillés se dedica a la extracción de este mineral para la producción de yeso blanco y gres, materiales muy demandados por el sector de la construcción, en plena cresta de la ola en 2004. Su mina Conchita, en el idílico paraje de Calabazos, cercano al concejo de Belmonte de Miranda, estaba a pleno rendimiento. Cada día, los picadores se autoabastecían de dinamita para arrancar el caolín de su lecho pétreo y dejaban el sobrante donde pillaban. Nadie, quedó claro en el juicio, llevaba el control ni la cuenta exacta del trasiego. En las zonas mineras asturianas, los explosivos forman parte del paisaje. No es insólito distraer pequeñas cantidades para uso casero, desde el derribo de una linde hasta la pesca furtiva de truchas en los ríos. Algunos, además del miedo, les perdieron el respeto. Al menos 200 kilos de Goma 2 ECO y EC procedentes de la mina Conchita fueron usados por los terroristas para fabricar las bombas de los trenes del 11-M. No es fácil llegar a este enclave de montaña, escarpado, boscoso y lleno de escondrijos naturales. No hay letreros, ni señales, ni referencias que indiquen el camino a la bocamina, a dos kilómetros largos de la casa más cercana. Solo alguien que lo conociera como la palma de su mano pudo guiar hasta aquí a Jamal Ahmidan, El Chino, jefe de la logística de los terroristas. Y ese fue Emilio Suárez Trashorras, exminero de la Conchita, prejubilado por esquizofrenia y reconvertido en narcotraficante de pocas luces, mucha avaricia y ningún escrúpulo. Trashorras y Ahmidan, delincuentes de baja estofa hasta entonces acostumbrados a pulular por los márgenes del sistema, llegaron a un acuerdo sencillo: explosivos por droga. Ahmidan disponía del hachís de Marruecos; Trashorras, del polvorín de la Conchita. La noche del 28 al 29 de febrero de 2004, año bisiesto, Ahmidan llenó el maletero de un Toyota Corolla con la mortífera carga y puso morro a la casa de Morata de Tajuña. El resto está en los papeles. Mina Conchita cerró en septiembre de 2004, seis meses después de la masacre. Algunos dicen que por bajo rendimiento. Otros, que para correr un tupido velo. Caolines de Merillés afrontó la multa de 150.000 euros a la que fue condenada por su “absoluto descontrol” de los explosivos. El Chino se voló en Leganés con la misma dinamita con la que mató a 192 inocentes. Trashorras cumple condena de 34.715 años y seis meses. Emilio Llano, vigilante de la Conchita, pasó dos años en prisión, fue absuelto y murió de cáncer a los 50 años, en 2010, esperando jubilarse. Muchos


Casa de Morata de Tajuña
La Guarida

La casa de Morata no está en Morata. Está en el término del vecino Chinchón, el pueblo del anís, y en la apacible villa del Tajuña están cansados de repetírselo a los forasteros que, aún hoy, siguen preguntando a los abuelos que toman el sol en la plaza mayor, que, como la de Chinchón, se convierte en coso taurino cuando llega la feria. En marzo de 2004, la casa de Morata se componía en realidad, de cuatro paredes de bloques de hormigón, un altillo encaramado al tejado, una piscina vacía y un cobertizo plantado en medio de un secarral de matorrales. La típica parcela rústica que se compra con la idea de levantar un chamizo, luego una cocina y un aseo, e ir haciéndose fuerte en el terreno para lograr la legalización por la vía de los hechos consumados. Ni agua, ni luz, ni calefacción tenía la vivienda. Un pozo, un generador y una chimenea de leña hacían las veces. Fue aquí donde El Chino y su grupo establecieron su guarida con vistas a preparar su misión en la Tierra. Ahmidan alquiló el inmueble por 2.520 euros a su propietaria, Nayat Fadal Mohamed, esposa de un activista de Al Qaeda en prisión, que la había levantado para uso y disfrute de su señora y sus niños. Aquí cavaron un zulo. Almacenaron la dinamita de Asturias. La repartieron en al menos 13 mochilas. Conectaron los detonadores a otros tantos teléfonos móviles corrientes de la época. Programaron las alarmas para que con su vibración detonaran las bombas. Cogieron una furgoneta Renault Kangoo blanca robada semanas antes y a las seis de la mañana del 11 de marzo salieron hacia la estación de Alcalá de Henares para volver con 191 muertos a sus espaldas. Pero antes de todo eso también disfrutaron de la casa, y del campo, y de la vega del río que da nombre al pueblo. Llevaron a sus mujeres y a sus niños. Hicieron una barbacoa en la fiesta del cordero. La casa no era un palacio, pero el entorno es agradable, tranquilo y a 45 minutos de la Puerta del Sol por la carretera de Valencia. Eso debió de pensar también su actual propietario. La finca número 2 del polígono 22 del término de Chinchón tiene su encanto. Seguramente Nayat no pudo seguir pagándola y salió a subasta. Seguramente alguien aprovechó el chollo. Alguien que no quiere hablar de trenes, de bombas, ni muchísimo menos de los antiguos inquilinos del lugar que ahora habita. Un chalecito pintado de un alegre color albero con una coqueta piscina esperando que llegue el buen tiempo. En el seto que delimita la finca, una hilera de cipreses sempervirens elevan sus agujas al cielo.

Alcalá de Henares
Estación de salida

El 11 de marzo de 2004, al salir del cole, Irene Matas, de seis años, pintó un lazo negro con un rotulador gordo en una hoja de su bloc cuadriculado y lo pegó en la puerta de su adosado. Esa mañana, los padres de su compañera Sandra se presentaron a recogerla antes a clase porque su tía había muerto en los trenes de las bombas. La profesora les había puesto de deberes hacer un crespón para el aula, pero a Irene se le debió de hacer poco y decidió colgar otro en su casa, para que lo viera todo el mundo. Otros 26 de los fallecidos vivían, como la tía de Sandra, en Alcalá de Henares. No es casualidad. Alcalá fue la estación de salida de tres de los cuatro trenes del 11-M y la parada más populosa del cuarto, que venía de Guadalajara por la misma línea C-2, la del Corredor del Henares, una de las más concurridas de la red de cercanías madrileña. Quizá por eso la eligieron los terroristas para abordar los ferrocarriles, cargados con sus mortíferas mochilas, después de aparcar su furgoneta antes de las siete de la mañana frente a un colegio en una de las calles aledañas, atestadas siempre de los coches de esos viajeros de ida y vuelta. Gente con prisa y con sueño que va cada día al trabajo, al estudio, al médico. Hoy, como entonces, ríos de pasajeros se apuran para coger su tren al vuelo y miran, sin ver, el conjunto escultórico que preside el atrio. El homenaje de la ciudad a sus muertos. Un grupo de hombres, mujeres y niños varados para siempre camino a ninguna parte, como quedaron los cuerpos sobre las vías. El paisaje ha cambiado poco, pero el paisanaje ya no es el mismo. Ya no cogen el tren los parados, ni los chicos que han dejado los estudios, ni los inmigrantes que han vuelto a sus países. El paro, los desahucios, la pobreza. La crisis no era noticia en los diarios gratuitos que leían los pasajeros en 2004. Alcalá bullía y era no solo el origen, sino también el destino de muchos de ellos. Ahora, con la legendaria factoría de Roca diezmada por un ERE y la industria reducida a escombros, el casco viejo, tan fotogénico que sirvió de marco a un anuncio de la Marca España, exhala una tristeza que tratan de mitigar los hosteleros librando cada fin de semana una incruenta guerra de tapas y precios. El lazo negro de Irene sigue colgado en su puerta. Al principio, la gente preguntaba si estaban de luto por alguien concreto. Por todos, respondían sus padres. Después, nadie reparaba en él, como nadie repara, por cotidianas, en las vías del tren que parten en dos el pueblo. Hasta que un día, no hace tanto, el crespón se cayó de puro viejo y a Irene, ya una adolescente de 16 años, le faltó tiempo para pintar otro y colgarlo en el mismo sitio. Ahí sigue.

El Pozo/Santa Eugenia
“In itinere”

Los trenes de cercanías madrileños pueden presumir de puntualidad británica en el corazón de la meseta. Las vías, las unidades, las catenarias, son las más mimadas de la red por la cuenta que les tiene a los gestores de Renfe. Y a los políticos. Los AVE pueden ser la joya de la corona, pero las cercanías son la base del negocio. Y de los votos. Millones de viajeros las utilizan a diario para procurarse el sustento, y con las cosas de comer no se juega. Un retraso es una bronca; dos, un parte; tres, tal y como está el mercado, puede ser un despido. Los terroristas, como los pasajeros habituales, se sabían de memoria la cadencia de salmodia del rosario de paradas de la línea del Corredor del Henares desde Alcalá hasta Atocha. Programaron la hora exacta de la explosión de las bombas con el planillo de horarios en la mano para que los trenes estallaran en las estaciones. Así se aseguraban el mayor número de víctimas: los viajeros del convoy y los que esperaban en los andenes. A las 7.41 y las 7.42, respectivamente, casi nadie se baja del tren que va hacia Atocha en El Pozo y Santa Eugenia. A esa hora, los vecinos de estos populosos barrios trabajadores se suben a los vagones con destino a sus quehaceres en la metrópoli. El Pozo fue la tumba para 67 personas; Santa Eugenia, la última estación para 16 hombres y mujeres. Murieron in itinere, en el viaje, evocadora expresión con la que la legislación laboral define los percances sufridos por los trabajadores de camino o de vuelta a sus puestos de trabajo. Y eso eran la mayoría de las víctimas. Españoles y extranjeros. Con y sin papeles. Algunos eran albañiles que iban a levantar las casas de las que después desahuciarían a otros. Otros, estudiantes que ahora deshinchan sus currículos para optar a un empleo basura. También mujeres que iban a limpiar casas y a cuidar a ancianos que ahora mantienen con su pensión a sus hijos y sus nietos. Pero lo suyo no fue un accidente. Ni laboral, ni ferroviario. Antonio Delgado, maquinista del tren que estalló en El Pozo, salió ileso. De cuerpo, que no de espíritu. Su tren, un 450, o buque en la jerga del oficio, fue el único de dos plantas de los afectados. Una nave de secano con capacidad para 2.000 personas. Por eso quizá fue el más letal aquel día de muerte. Delgado volvió al tajo a los seis días, pero después pidió el traslado a su tierra. Ya no guía su buque. Hoy, si usted aborda el tren número 14 de la red de cercanías madrileña, un convoy de dos pisos y cinco vagones en vez de los seis reglamentarios, sepa que entra en el tren que voló en El Pozo del Tío Raimundo.

El viaje
Vida sobre raíles

Dicen que ya casi no se encuentran objetos perdidos en los trenes de cercanías. Ni paraguas ni gafas ni bolsos ni libros ni mucho menos teléfonos móviles. Según han ido arreciando la crisis y el paro, ha ido menguando la cosecha de olvidos que recogen de los vagones los empleados de la limpieza al final de la jornada. No están los tiempos como para quitarle el ojo a las pertenencias y exponerse al riesgo de perderlas por la acción de los descuideros o la omisión del propio despiste. Un vistazo al pasaje de un tren cualquiera de un día cualquiera a una hora cualquiera basta para comprobar que los viajeros se abrazan a sus haberes como bebés koalas a sus mayores. Como si les fuera la vida en ello. La bandolera bajo el ala, el abrigo sobre el regazo, la tartera de diseño con el rancho de casa y el móvil tatuado a la palma de la mano, por si acaso. Sobre todo, el móvil, la posesión más preciada para muchos. Y su mejor compañero de viaje. El artilugio que en 2004 sirvió para detonar las bombas de la muerte es hoy la radio, el libro, la cámara de fotos, el periódico y el culpable del silencio casi absoluto que reina en los vagones, a excepción de la cantinela de la megafonía que anuncia las estaciones. Nadie habla con nadie en voz alta. Bueno, todo el mundo alterna con todo el mundo a través de sus pantallas menos con la persona de carne y hueso con la que viaja codo con codo. Tampoco ya nadie vigila a nadie. Los viajeros veteranos recuerdan cómo, los primeros días, semanas y meses después de los atentados, se les iba involuntariamente la vista a cualquiera con aspecto magrebí y una mochila a la espalda o a cualquier bulto abandonado en cualquier sitio. Entonces, muchos trenes fueron desviados de su ruta a vía muerta para comprobar realmente que las falsas alarmas eran falsas. Hoy, los revisores de la compañía y guardias de seguridad privados peinan aleatoriamente los vagones, pero cualquiera que coja el tren cada día sabe que nada es imposible. Una batería de tornos automáticos que ceden con el billete es el único control que franquean 1.500 almas que viajan juntas sentadas o a pie derecho en plena hora punta. Doscientas mil al día se cruzan en la línea C-2, con su título de transporte en el bolsillo como único salvoconducto. Pero también hay horas valle, en las que el tren es un ameno paseo por la ciudad sin límites que es el este de la corona metropolitana madrileña. Y horas golfas, como las seis de la mañana de sábados y domingos, cuando los maquinistas recogen de los andenes y devuelven puntualmente al redil paterno a los jóvenes que vuelven a casa tras apurar la noche como si les fuera la vida en ello.

Calle Téllez
Recta final

Es la señal. Cuando el tren cruza el puente de la M-30 y asoma a la derecha una muralla de bloques de viviendas tan cercanos a la vía que casi se puede ver la marca de los vaqueros puestos a secar en alguna terraza es que Atocha está a medio minuto. La calle de Téllez, barrio de Pacífico, Madrid-Madrid en estado puro, es la recta final del viaje. El último paisaje urbano que ven los pasajeros antes de que el llamado por los castizos Túnel de la Risa engulla al cercanías y lo convierta, de hecho, en un metro pesado que horada las tripas de la ciudad hasta el mismísimo corazón de la Castellana. Muchos, al divisar las colmenas de Téllez, se levantan, se ponen el abrigo, se cuelgan el bolso o la mochila del portátil y cogen sitio cerca de la puerta para salir pitando en cuanto el primero abra la veda a la estampida. Aquí, también es donde los maquinistas reducen la velocidad al mínimo, o incluso detienen su unidad para hacer tiempo y entrar ordenadamente al redil de Atocha si se lo ordenan los factores, para desesperación de un pasaje siempre impaciente y con los minutos contados. Parados en Téllez estaban los pasajeros procedentes de Alcalá a las 7.39 del 11 de marzo de 2004 cuando explotaron las bombas. Ninguno llegó a tiempo a su destino. Cincuenta y nueve fallecieron, doscientos quedaron malheridos. De los balcones de Téllez, además de los cristales rotos por la onda expansiva, empezaron a llover primero gritos, luego lágrimas y después mantas. Las arrojaban los vecinos, antes de lanzarse ellos mismos a la calle para ofrecerse a ayudar en lo posible a los yacentes en las vías y a los supervivientes que caminaban como zombis frente por frente de sus cocinas. Alguno, como Alin Stuparu, mozo de obra rumano de 24 años, al que las bombas le arrancaron una pierna y casi la vida de cuajo, fue después realojado aquí mismo, en unos pisos adaptados para discapacitados de la Cruz Roja. Desde esa mañana, el muro de Téllez se convirtió en un altar laico que respetan hasta los grafiteros más irredentos. Algunos deudos han colocado retratos de los suyos en el que fue, de hecho, su lecho de muerte. Los trenes siguen aminorando o deteniendo la marcha a su paso con el correspondiente fastidio y concierto de bufidos del pasaje. Pero siempre, en cada trayecto hay alguna mirada perdida para aquellos que fueron compañeros de viaje.

Atocha
Vidas cruzadas

No llegar tarde. Ese es el objetivo. Abordar cuanto antes las escaleras mecánicas y alcanzar el vestíbulo donde cada uno abandonará el rebaño del tren y tirará por su lado. Los segundos cuentan para enlazar con el metro, el bus, el AVE o, los menos, el avión de Barajas que les llevará a su destino final tras atravesar la necesaria escala técnica en el cruce de vías y vidas que es a fin de cuentas la estación de Atocha. Los viajeros de cercanías más madrugadores van a lo que van —al trabajo, al estudio, a una cita— y no se fijan en florituras. Ensimismados en sus cascos, en sus pantallas, en lo que les espera ahí fuera el resto del día, pocos miran hacia arriba. No ven la majestuosa cúpula de columnas que dibujó el premio Pritzker Rafael Moneo para competir dignamente con la marquesina de hierro de la estación antigua, tan airosa, tan decimonónica, tan moderna en su época. Pero el pasajero de hora punta va a lo suyo y no mira a nada ni a nadie. Ligero de equipaje, un trolley a lo sumo los fijos del AVE, sabe exactamente dónde va y camina con el piloto automático sorteando la primera carrera de obstáculos —los tornos, las colas, los pesados que van pisando huevos— de la jornada. Por eso, en las rampas automáticas, la gente se ciñe por inercia a su derecha. Para que los ansiosos de las prisas puedan subirlas a zancadas sin llevárselos por delante. Se ve en las imágenes de las tres explosiones del tren de Atocha que captaron las cámaras de seguridad del recinto el 11 de marzo de 2004. Gente subiendo a toda prisa a la superficie mientras, detrás, varias bolas de fuego y metralla dejan 29 vidas y 176 heridos bajo tierra. Desde entonces, las cosas han cambiado en esta encrucijada de caminos. Pero no tanto. Los tornos se han sofisticado y son supuestamente más inexpugnables a los polizones, pero siguen saltándoselos a la torera. Los trenes más viejos, como los cedetis 446 y el buque 450 de los atentados, están siendo sustituidos por los modernos Civia, con su climatizador a la décima de grado, pero cada vez hay más personas pidiendo para comer entre el pasaje. Los ferrocarriles de media distancia se mueren de risa en los hangares al haber sido suprimidas sus rutas mientras una bandada de jóvenes y prohibitivos AVE a Barcelona, Toledo, Málaga, Valencia y Alicante despega del nido de la novísima Atocha. Puede que ahora los viajeros vayan leyendo la prensa en una tableta de cristal líquido en vez de mancharse los dedos con la tinta de los gratuitos, pero seguro que muchos, como entonces, están contando las horas que faltan para coger el tren de vuelta a casa

Pabellón 6 de Ifema
El Limbo

Hace frío aquí dentro. Mucho. Los pies se embotan y una corriente que no procede de fuera sino que parece generada por uno mismo como mecanismo de defensa frente a un ambiente inhóspito tensa el espinazo. Dan ganas de salir por piernas de esta inmensa caja ciega, sin más ventanas que los muelles de mercancías, plantada en medio del maremágnum de contenedores, hoteles de paso y autopistas atestadas que es, propaganda aparte, la Feria de Congresos de Madrid. Estamos en el pabellón 6 de Ifema. El no lugar perfecto. Un limbo con todos los equipamientos para convertirse en paraíso o en infierno a demanda del cliente. En el desfile de seres bellísimos de la Pasarela Cibeles. En la orgía de los sentidos de Madrid Fusión. En el escaparate de la genialidad y la vanidad de los presuntos artistas de Arco. Pero también en la última estación en la tierra para los 191 cuerpos destrozados por las bombas en los trenes. Este era el destino al que llevaban, gratis, los taxistas aquel jueves de marzo a quienes les daban el alto y, al subir, no podían ni articular la dirección a la que iban, ahogados en su propio llanto por no saber qué había sido de los suyos. Aquí, deprisa y corriendo, como todo en aquel día terrible, se montó la central de información a las familias, la sala de autopsias, el gabinete de identificación de los cadáveres, el depósito de sus pertenencias y el puerto de salida de los coches fúnebres hacia sus sepulturas. Hacía frío ese jueves en Madrid. Mucho. Aun así, hubo que refrigerar el espacio por respeto a los que estaban de cuerpo presente. No es ese hielo, sin embargo, lo que recuerdan los que pasaron aquí 12, 20, 36 horas trabajando o esperando noticias de sus más amados. Forenses, policías, psicólogos, padres, hijos, hermanos y parejas anhelantes por saber y no saber lo que más temían recuerdan la sangre, el sudor y las lágrimas. Y los móviles de los difuntos sonando hasta que se les acabó la batería. Hoy el pabellón 6 está vacío como un taxi libre. Es cuestión de tiempo que alguien lo llene de artificio, calor y vida para vendernos algo. La feria de las vanidades continúa. Al fin y al cabo, es lo que nos hace soportable el tedio de los días, la angustia de levantarse cada mañana, el dolor por los muertos. Y lo que da de comer a los vivos

Glorieta de Carlos V
Luz para las víctimas

Deambulaban ciegos, sordos, mudos. Con los ojos empañados por la sangre, los oídos reventados por la onda expansiva y la boca incapaz de pronunciar palabra inteligible. Los conductores del endiablado tráfico de las ocho de la mañana en la glorieta de Carlos V —Atocha para el mundo— se toparon con un desfile de muertos vivientes invadiendo la calzada el jueves 11 de marzo de 2004. Salían a decenas de la estación de cercanías. Tambaleantes, con la ropa colgando en harapos, desorientados. Alguno, incluso, llegó solo hasta el parque del Retiro y estuvo perdido dando vueltas todo el día hasta que le encontraron las asistencias. Además de los 191 fallecidos en los trenes, y del GEO Francisco Javier Torronteras, muerto en la explosión en la que se inmolaron los terroristas en Leganés el 3 de abril, más de 2.000 personas resultaron heridas en los atentados. Tímpanos rotos, miembros amputados, pulmones deshechos, cuerpos y mentes traumatizadas no de muerte, pero sí de gravedad extrema. Del sufrimiento de los vivos se encargaron los médicos del cuerpo y los del espíritu. Dicen los psicólogos que su trabajo consiste en que las víctimas dejen de serlo. Que dejen de percibirse a sí mismas como tales, integren el trauma en el discurrir de su vida y recuperen el pulso necesario para seguir con su existencia. Pero el golpe fue terrible. Gente que iba al trabajo, o a la universidad, o a un recado, se despertó en una UVI, llena de cables y tubos, con los suyos mirándoles como si hubieran resucitado. Hubo quien le dijo al médico que estaba en el hospital porque se había caído de un andamio y en la ambulancia había soñado que iba en un tren que explotaba y se despertaba rodeado de muertos. Otro, al abrir los ojos y ver a una enfermera con rasgos orientales, pensó que le habían secuestrado y habían vendido sus órganos al mercado negro. A un chaval en coma de 18 años, se le cayó una lágrima cuando su médico le dijo que había ido a votar por él en las elecciones del 14-M. Estaban en su mundo. Se quedaron sin mapas. Algunas no los han recuperado del todo y viven a tientas y con muletas. Pero la mayoría sigue su vida. No son víctimas, sino supervivientes. No se puede vivir eternamente muerto por dentro. También la ciudad, y el país, pasó su duelo. Los altares y las flores y los peluches de Atocha se acabaron retirando, y hoy el lucernario del monumento a las víctimas alberga los nombres de los ausentes y los mensajes que los que viven quisieron dejarles en prenda.

Casa de Leganés
La tumba de los asesinos

Por la piscina. Por el jardín. Por los niños. Hace quince, veinte años, cientos de miles de parejas hicieron cuentas, compraron a precio de oro una casa en las afueras, se juramentaron amor eterno aunque solo fuera para pagar la hipoteca, y se pusieron a la tarea de trabajar de sol a sol y multiplicar la especie. Leganés Norte es el paradigma del ensanche de la periferia de las grandes ciudades. Avenidas de tres carriles por banda cosidas por rotondas como planetas y pespunteadas de manzanas con vistas al modesto oasis de una pileta azul cloro. El 3 de abril de 2004 era sábado. Había partido del Real Madrid y Antonio Arredondo, de 33 años, dueño de El Doblete, el típico bar de la esquina de la calle de Carmen Martín Gaite, se las prometía felices con la caja asegurada por la fiel parroquia del esférico. No hizo un euro. A ver quién era el guapo que les cobraba a los geos como armarios que le pedían agua, o un café rápido, o pasar al aseo a orinar durante las eternas horas de aquella tarde de pánico. Allí, desde los veladores de su negocio, obligado a echar el cierre en un barrio acordonado y tomado por la policía, Antonio asistió en vivo a las explosiones con las que se inmolaron sus vecinos, los terroristas del 11-M. Resulta que “los árabes”, aquel grupo de hombres solos que acudían algún día a desayunar en su mismísima barra, eran quienes habían puesto las bombas en los trenes del 11-M y, acorralados, se hicieron volar por los aires al grito de ¡Alá es grande! antes de entregarse. Y con ellos, el edificio entero donde vivían de alquiler, disueltos en el anonimato de un distrito nuevo donde nadie pregunta nada y nadie conoce a nadie. Hubo que tirarlo, volverlo a hacer, idéntico, y reconstruir la gema de la finca: la piscina mancillada. Los vecinos volvieron con los niños creciendo y el bolsillo menguando año a año. Alguno se ha quedado en paro. Alguno ha tenido que malvender el piso por la mitad del dineral que apalabró en su día. La crisis ha acabado con algunas costumbres. Hoy, domingo, Antonio, más canas y más barriga, aún no ha puesto un vermú a la una y media del mediodía. A ver si lo arregla esta tarde con el Madrid-Atleti. Nadie, aquí, quiere hablar de los suicidas. Los críos pequeños ni siquiera saben qué pasó en su urba y nadie desea que se enteren tan pronto. Los bebés de entonces son hoy adolescentes que huyen del barrio con tal de escapar del radar de sus padres. Para eso, como entonces, tienen el tren de cercanías a la puerta.


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