10 marzo 2014
Algunos de los que perdieron el 11-M a sus seres queridos prefieren olvidar. Otros, los supervivientes hablan «para que no se olvide»
Madrid se quedó muda. El silencio tras el más estruendoso de los ruidos. Diez años después, la estación de Atocha parece haber recuperado sus sonidos. Pero siguen sin salirles las palabras a muchos de los que aquel 11-M fueron sorprendidos en los trenes de la muerte. Aquella explosión fue un pellizco en el alma que para algunos no ha acabado de soltarse. Sobre todo, para quienes perdieron a seres queridos: ni siquiera el tiempo les devuelve la voz. Algunos se marcharon de Madrid o no han vuelto a montar en tren. Por eso siguen mudos; prefieren olvidar. Otros hablan «para que no se olvide».
El maldito calendario siempre acaba recalando en el 11 de marzo. Y ya van diez. Entonces empiezan las llamadas de familiares, las menciones en televisión... «Uno lo recuerda cada día, pero volver a ver las imágenes...», señala Florentina. Otras veces ha contado a la prensa la historia de Ángelica, su hija, que falleció en uno de los trenes; esta vez su marido le ha pedido que intente desconectar.
Ángel, uno de los que puede contarlo, se prometió estar en Atocha cada año a la misma hora. Lo hizo en 2005, pero el homenaje no le gustó. En 2006 se dedicó a hacer cursos de informática, a tener otra cosa en qué pensar. Luego se unió a una asociación de víctimas y comenzó a acudir a los actos que se organizaban. «Son días complicados. Pero estoy aquí. No tengo derecho a quejarme», asegura. La ayuda psicológica le sirvió para aprender a vivir con la tragedia, pero no para olvidarla, porque tampoco quiere. No importan los años que pasen.
Los recuerdos se activan al ver un tren o una explosión a miles de kilómetros en televisión. «Siempre me acuerdo de los que estaban allí y no salieron. Hay cosas que no se pueden cambiar. Cuando caigo un poco en depresión me lo repito», dice Víctor, otro de los supervivientes. Han pasado diez años, sí, pero cada 11 de marzo Madrid vuelve a quedarse muda. Porque recuerda que tiene 191 voces menos.
Un atentado contra la sociedad
A Ángel de Marcos le diagnosticaron el año pasado una de las llamadas enfermedades raras. Le destruye el sistema nervioso. A sus 45 años, la enfermedad avanza, voraz, por sus brazos y piernas. Comenzó con unas caídas y «el final puedes imaginar cuál es», indica. Los médicos le explican que una situación extrema de estrés pudo provocarla. La suya fue el 11 de marzo de 2004.
Llevaba diez años en silencio. Sólo lo rompía para hablar con Carolina, su psicóloga, y con los miembros de la Asociación 11M Afectados del terrorismo, a cuya junta directiva pertenece.
Vio la primera bomba de Atocha. La segunda lo vio a él. «No sentía dolor, veía el polvo negro, pero no oía», afirma. No tardó en volver a montar en tren, pero al principio se ponía muy nervioso y se quedaba siempre de espaldas al andén 2. «Carolina, hay vida en la estación, hay hasta pajarillos», le decía a su psicóloga. «Los ha habido siempre, pero tú no los querías ver», asegura que le respondía.
La primera vez que lo llamaron víctima le costó acostumbrarse; va masticando la terminología, pero no termina de tragarla. «Me dieron el título de ilustrísimo. ¡Qué tontería! ¿Porque he sobrevivido a un atentado? Vamos a ayudar a la gente que lo necesita y a dejarnos de florituras», replica.
Sus secuelas son las de todos. «El atentado fue contra la sociedad española. A mí no me conocían. De mis heridas, una pequeña parte es de cada uno de nosotros».
Una masacre inigualable
Hace seis años. Andén de Parla. Una mujer se acerca a Víctor. «Tú me dijiste que me tumbara». Los ojos azules del médico moldavo buscan entre los rasgos de la mujer algo que le sea familiar. «Me dijiste que no me moviera, por si mi lesión de espalda era algo medular». Ahora ya sabe de qué le está hablando. Puede que Víctor le salvara la vida, pero él ni recordaba su rostro, uno de los casi medio centenar a los que atendió en Atocha en marzo de 2004.
No quiere medallas. «Los médicos somos diferentes. Es nuestro deber», afirma. Víctor es uno de los héroes de Atocha. Sin reconocimientos. Ni siquiera el de víctima. La primera vez que lo solicitó se lo rechazaron, así que se marchó y nunca volvió.
La bomba que nunca llegó a explotar estaba a tres metros de él. Tuvo suerte. Tras la primera explosión se ocultó bajo una escalera y esperó. Cuando llegó el silencio decidió actuar. Su primer pensamiento no fue sobre sí mismo, o sobre su familia. Se acordó de su mochila, la que usaba en Moldavia, y de la morfina que siempre llevaba. «Querer ayudar y no tener con qué es más duro», repite. «Jamás había visto una masacre como esta», pese a sus años de oficial soviético en Afganistán. Su hijo mayor, Víctor, estaba en Moldavia cuando su padre salvaba vidas en Atocha. Su profesora le dijo: «¡Tu padre es un héroe!», pero Víctor hijo le restó importancia: «No podría haber hecho otra cosa... Así es mi padre».
Triste, como el país
Juan Antonio Díaz sólo estuvo en Atocha algunos segundos. O, al menos, eso es lo que recuerda. Una amnesia traumática ha borrado aquel día. «Estaba en el andén. Recuerdo un sonido, un ruido muy grande, lejano. Todos nos quedamos mirándonos, ‘¿qué pasa? ¿qué pasa?’. Y desperté en el hospital». Cinco días más tarde. No hay recuerdos de los cientos de velas rojas que inundaron la estación los días posteriores. De los miles de paraguas que salieron a las calles mientras el cielo de Madrid lloraba. Han pasado diez años, y aún le quedan secuelas. Las físicas no van más allá de unas gafas y una cicatriz en el ojo izquierdo. Pero las psicológicas… de esas no cree que llegue a librarse nunca. «Mi estado anímico no ha mejorado nada, normalmente no tengo demasiado ánimo».
«Todo lo que ocurrió allí, asociarlo con lo que te pasó después no tiene sentido», reconoce. Pero piensa que fue el punto de inflexión que marcó un antes y un después en su vida. Lo despidieron de su empleo en 2009. Ahora se ha apuntado a la universidad de mayores, algo que siempre quiso hacer.
«El 11M me marcó y ha contribuido a que mi estado de ánimo sea peor frente a todo lo que me ocurrió después. Estoy un poco como el país, un poco triste», señala.
Vivir para contarlo
Tania Torres perdió el conocimiento tras sentir el impacto. También perdió un diente y parte de la audición. Y muchos recuerdos. «No sé ni cómo salí de ahí». Gente que chillaba y le pedía que abriera una puerta, ruido de cristales. Pero los recuerdos que aún conserva no los va poder olvidar nunca, le vienen a cabeza como si fuera ayer. La llamada de su hermano mientras ella pedía ayuda desconsolada sin saber qué había pasado. La siguiente llamada, de su cuñado, la atendió el taxista que la llevaba al Hospital mientras le sangraban boca y oídos. La fecha llega con tristeza, pero también agradecida «porque una lo puede contar». Cree que Dios le dio otra oportunidad para valorar más las cosas.
Hace unos días Tania volvió a Atocha. Lo había estado evitando. Le impresionó ver aquellas escaleras por las que pudo salir del infierno. «Tuve una segunda oportunidad. Valoro más las cosas, porque mañana no sé cómo estaré». La vida sigue. Lleva haciéndolo diez años.
Opinión:
Grandes historias de superación, sin odio, sin rencor…. con la mirada puesta en el futuro para conseguir que nadie mas sufra lo que otros ya hemos sufrido. En 1987 o en 2004…
Grandes historias de superación, sin odio, sin rencor…. con la mirada puesta en el futuro para conseguir que nadie mas sufra lo que otros ya hemos sufrido. En 1987 o en 2004…
Estuve con Ángel el jueves pasado… hablando con el, comiendo con el, comentando con el parte de lo sufrido en estos diez años. Pero en su voz ni un atisbo de venganza, solo la esperanza de que su atentado “sea el último”. Lo que las victimas con sentido común hemos dicho una, cien y mil veces.
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