04 diciembre 2016
El año que vivimos confusamente
John Carlin
Los atentados del ISIS han
inoculado en Occidente el miedo ante el futuro
Durante las
celebraciones de Nochevieja en Nueva York, Londres, París, Madrid,
Múnich, Bruselas y muchas ciudades más las multitudes tenían un ojo puesto en
los fuegos artificiales, el otro atento al peligro de una bomba de verdad. Tal
confusión y miedo caracterizaron en 2015 el estado de ánimo de países que hasta
la reciente crisis económica habían alcanzado grados de bienestar y libertad jamás
vistos en la historia de la humanidad.
Dominó las noticias la amenaza del ISIS y los
atentados de París, la expresión
más lacerante de una ansiedad e incertidumbre cuyos síntomas hemos visto en
fenómenos tan diversos como la popularidad del demagogo Donald Trump en Estados
Unidos, la implacable guerra siria, el creciente protagonismo geopolítico del
autoritario Vladímir Putin, la ola de refugiados que cae sobre Europa, la
desigualdad social y la inseguridad económica general, la intolerante
corrección política, el auge de la extrema derecha xenófoba en Francia, las
dudas que despierta entre los alemanes la ya no tan férrea Angela Merkel y, en
España, el mar de los Sargazos en el que naufraga la política catalana y
nacional.
Las preguntas abundan. ¿Bombardear las bases de ISIS
o no? ¿Coartar la libertad individual para contener el terrorismo? ¿Cerrar las
fronteras a los miserables de la tierra? ¿Total libertad de expresión aunque
algunos se ofendan? ¿Austeridad o rienda suelta al gasto público? ¿Pactar con
Putin y Asad? ¿Coaliciones o no coaliciones? ¿Referéndum en Catalunya?
Respuestas claras las dicen tener algunos,
especialmente desde la oposición política, donde todo es más fácil porque no
hay que elegir, como cuando se gobierna, entre dos males. Sea desde la
izquierda o la derecha —desde Podemos en España o el Frente Nacional en
Francia, desde el independentismo catalán al Trumpismo en Estados Unidos— se
asumen posturas inequívocas que pretenden saciar el hambre de certidumbre de
las masas. Algunos optan por creer en los sermones de los predicadores pero, al
menos hasta ahora, la mayoría prefiere entender que no hay soluciones mágicas a
la pobreza y el desempleo, a los conflictos ancestrales de Oriente Próximo, a
los retos que presenta la inmigración y la confluencia geográfica de culturas
con historias, creencias y filosofías fundamentalmente distintas. Hay que tener
mucha fe para creer en la magia de que a la vuelta de la esquina está el
paraíso, o incluso un mundo mejor.
Eso es lo que tiene ISIS, esa es la ventaja
competitiva con la que juega. Nos amenaza no solo porque en cualquier momento
puede poner una bomba en un avión, o en un tren, o en un teatro o en una plaza
llena; también porque representa todo lo que no somos y que anhelamos: un
colectivo que lo tiene todo absolutamente claro. El espejo ante el pasado que
nos ofrece pone de manifiesto nuestra moderna perplejidad. Hace 500 años los
habitantes de Europa no tenían las dudas existenciales que tenemos hoy. En 1516
creían en Dios y en el cielo y el infierno; en 2016, gracias entre otros a
Voltaire y a Darwin, convivimos con la duda. Si creemos en algo es en el
mercado, que parecía haber triunfado después del ocaso de la religión secular
comunista, pero tras ocho años de crisis aquel ídolo nos decepciona. El
consumismo es lo que más nos une pero no nos llena el alma, como no deja de
recordarnos el papa Francisco. Pero ni él tiene el poder de convencimiento de
los clérigos fanáticos del ISIS. El Papa pide paz en Oriente Próximo pero sus
palabras se pierden en el viento huracanado de la guerra santa.
Otro síntoma del desconcierto en el ambiguamente
cristiano Occidente lo ofreció hace poco el arzobispo de Canterbury, el líder la Iglesia anglicana (85
millones de fieles), cuando dijo que los últimos atentados de París le habían
hecho dudar de su fe en Dios. “Me han abierto una grieta en la armadura”,
confesó. Lo cual no es exactamente la receta más recomendable para evangelizar
a las masas.
El ISIS, en cambio, prospera en su campaña
evangelizadora entre jóvenes criados en Europa o Estados Unidos. Miles se han
unido a la Yihad. Cada
uno de ellos tendrá su historia, como el converso al islam con un historial de
enfermedad mental detenido la semana pasada por planear un atentado en Nueva
York. Pero lo que todos tienen en común es la búsqueda de esa certeza divina de
la que carecemos en los países ricos de Occidente. Aquí ni siquiera tenemos
claro si debemos responder al fuego del ISIS con más fuego y no pasa un día sin
que en alguna universidad se debata si se debería permitir que dé una
conferencia, o una clase, alguien bajo sospecha de discrepar de la última
noción de lo que se debe o no opinar sobre el sexo, el feminismo o, incluso, la
religión.
Una novedad que nos ha dejado el año 2015 ha sido lo que en el
mundo académico anglosajón llaman el concepto de safe
spaces, de “lugares
seguros” donde los estudiantes se pueden refugiar de todo lo feo, lo
desagradable o lo duro que inevitablemente nos presenta la vida terrenal. El
ISIS ofrece a sus devotos una especie de parodia de este fenómeno: un lugar de
absoluta seguridad moral donde la violencia y el desprecio más salvaje por
nuestra delicadeza sobre cuestiones como la orientación sexual, la igualdad de
las mujeres o la libertad religiosa ofrecen el camino al paraíso celestial.
No es ninguna casualidad que como
contrapartida laica a las certezas del ISIS hayan surgido nuevos líderes y
partidos políticos en Occidente que también venden antídotos certeros al
aturdimiento general. La cuestión en 2016 y en adelante será si se consolidará
la tendencia y surgirán más líderes iluminados, más peligrosos que los de hoy,
capaces de encandilar a las grandes masas. Vale tener en cuenta que lo que
algunos ya dicen de los musulmanes recuerda lo que dijeron otros, en otra época
de confusión y declive económico, de los judíos. Hay motivos para sospechar que
de aquí a fin de año viviremos con más miedo y confusión que hoy.
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