domingo, 17 de diciembre de 2017

17 diciembre 2017 (7) El Mundo del Siglo XXI (opinión)

17 diciembre 2017



El “nen” de Hipercor no puede aun dormir bien

En la semana en que se inaugura una exposición sobre la masacre de ETA en Barcelona, el empleado más joven del hipermercado habla por primera vez. Aquel día cortaba quesos y chorizos. Y se salvó de milagro. Pero aún recuerda el amargo llanto de los niños y no ha vuelto a tomar café. Llegó a ser candidato de CiU pero abandonó, desencantado. ¿Otegi? “Debería estar en prisión y no paseándose ahora por Cataluña. Es un asesino”


El aroma se despliega por todo el hogar, un adosado de Bellvei (Tarragona, 2.000 habitantes) rodeado de viñas y algarrobos. Unos ocho gramos de té verde El Taj Extra empiezan a hervir en la encimera de inducción de la cocina de Arturo Costa Gallardo. Núria Torrent, su esposa, apaga el fuego mientras él pone en juego una tetera de cristal y tres vasos estrechos rellenos de menta fresca. La vivienda transmite paz, alegría y amor. Las condiciones adecuadas, dice el anfitrión, para romper un largo silencio de 30 años y medio.
«Yo era feliz cobrando 50.000 pesetas por cortar quesos y chorizos en una pequeña sala de Hipercor. Pero si llego a tener cerrada la puerta, tal y como me exigía la gerencia, habría acabado carbonizado. Tras la explosión me mandaron a un garaje ardiendo a sacar de allí a clientes. Éramos tres trabajadores: Iglesias, Miguel Ángel y yo. Íbamos a gatas, agarrados, a oscuras, tocando cuerpos. Acababa de volver de la mili. Aún lo llevo marcado a fuego. Hasta hace poco, rehuía hablar de la masacre». Arturito, el nen de Hipercor, era, a sus 20 años, el empleado más joven del centro comercial aquella maldita tarde de viernes de junio de 1987 en la que ETA colocó en el aparcamiento subterráneo un coche bomba que causó 21 muertos y 45 heridos graves.
 La herida de Hipercor —así se llama también la exposición inaugurada este viernes en el Espacio Cero de Fabra i Coats de Barcelona con motivo del 30º aniversario del atentado— aún pasa factura al antiguo charcutero, un crío entre los 300 integrantes de la plantilla del hipermercado de la avenida Meridiana. Tres décadas después, padre de tres hijos, Arturo eleva su brazo derecho por encima de sus 190 centímetros y sirve desde las alturas la deliciosa bebida refrescante. Tras un primer trago de té marroquí ardiendo —no ha vuelto a tomar café—, afloran los sentimientos y la angustia en una mente aún en lucha contra la desolación y el horror. «Esa rendija de la puerta hizo que yo sobreviviera y que pudiera sacar del garaje a varios clientes en los siguientes 45 minutos. Nadie me ha reconocido nunca lo que hice, ni siquiera se me considera una víctima del terrorismo. No he percibido pensión alguna por el atentado de Hipercor. No la espero, pero sí quisiera un reconocimiento. ¿Por qué? Yo sigo oyendo cada noche en mi cabeza el llanto de niños procedente del aparcamiento subterráneo. También me persigue el olor a amonal y gasolina, el olor a la bomba. Si entro en un Corte Inglés, todo me huele allí a amonal», recuerda con emoción, sentado en un salón en el que entra con fuerza la luz del mediodía, tratando de no quebrarse, mientras sujeta el vaso con las dos manos y acaricia con un pie a su gato Aslam.
«Treinta años después, sigo sin dormir por las noches. Nunca supe cuántos ni quiénes eran aquellos pequeños que lloraban». Los asesinos de ETA mataron a cuatro niños en Hipercor. «El aparcamiento era la zona cero del atentado. Allí, el llanto de los críos destacaba, para mí, muy por encima del ruido del fuego, de las sirenas de emergencias, del olor a goma quemada, del humo negro y denso, de aquella terrible oscuridad o de los movimientos de mis dos heroicos compañeros en busca de supervivientes. Esos llantos siguen persiguiéndome cada noche. Los llevo impregnados, como los olores, puede que de por vida. Por la impotencia de no haberlos podido sacar, es peor arrastrar los lloros de los niños en mi cabeza».
El explosivo estalló a las 16.08 horas. Él fue el primero en llegar al aparcamiento. Varios de sus compañeros acabaron destrozados, con heridas y secuelas de por vida. El silencio posterior a la deflagración, recuerda Arturo, fue como el que sigue a un bombardeo. «El mayor que he sentido nunca. El vacío. Los pelos de punta. Luces apagadas. Estruendo brutal. Chapas cayendo. Sólo unas pocas luces de emergencia. La guerra. Caí de espaldas. Entró la onda expansiva. El fuego arrasó a mis compañeros. El horror. Los llantos infantiles. Y los chavales de la Cruz Roja despistados: “Salgamos de aquí que hay mucho humo”. Bajé al parking. Vi a un cliente con las manos ardiendo y sólo pensé en sacarlo de allí. Después acompañé a la salida a una clienta de 60 años, desnuda, cuya ropa se había fundido con su piel. No se me olvida. Llevaré ese dolor a la tumba».
Años después, el entonces respetado presidente catalán Jordi Pujol le saludó en pú- blico. Fue en 2002, cuando Arturo se metió en Convergència Democràtica. Fue militante unos tres años y llegó a ir en las listas de las elecciones municipales. «Vi que me querían sólo para colgar carteles en mi pueblito. Así que me decepcioné y lo dejé. Los mandé a freír espárragos. Sólo veía mentiras e hipocresía. Que pague el carnet su padre». Pujol le tocó la espalda pero no movió un dedo por su anhelado reconocimiento como víctima de terrorismo. Su mujer tuerce el gesto. «Es una injusticia, un daño todavía reparable», afirma.

Allí conoció a su mujer

Núria conoció a Arturo tras el mostrador de Hipercor pero no empezó una relación con él hasta unos cinco años después. Están a punto de cumplir 25 años juntos. Los dos provienen del cinturón industrial de Barcelona, de la comarca del Baix Llobregat. «Ella
me veía como un vulgar charcutero en un momento en el que se relacionaba con abogados. A la vez que yo era militante de CiU en Bellvei, ella lo era del PP. Mi mujer era tan atractiva que un día tuve que ponerme serio con el ex ministro Josep Piqué para que dejara de tirarle la caña delante de mí», recuerda el hombre con orgullo.
La política ha entrado en la conversación. «Arnaldo Otegi debería estar en prisión, y no paseándose ahora por Cataluña o incluso por el Parlament, porque es un asesino. El gitano que roba cobre va a la cárcel. Otegi da mítines tras haber sido un asesino por política. Y el héroe es él, no yo. Qué hipocresía», lamenta Arturo. «Como persona y cristiano, perdono a Otegi, pero como superviviente de Hipercor, ni perdono ni olvido».
Abril, hija adolescente de Arturo y Núria, cree que su padre tiene una suerte de superpoderes. «Anunció el atentado de las Ramblas y Cambrils», indica. No fue la primera vez. «Llevaba tres meses presintiendo que ETA iba a enchufarnos una bomba. La sensación de desprotección era grande: Hipercor se preocupaba más de que no se les robara jamón. Pero esa tarde, a pesar de ver al llegar a dos rancheras de la Policía en la calle y a un vigilante rebuscando en una papelera, me costó unos minutos darme cuenta. Creí que eran las bombonas de butano de los pollos a l’ast». Arturo trabajó un año más en Hipercor. Y tardó 15 en volver a entrar. Evita centros comerciales y aglomeraciones. Ha tenido una docena de empleos y sigue luchando por sobrevivir al dolor, el miedo, la injusticia y el abandono que siente. Ninguna administración se ha interesado por su caso.
Uno de los pocos amigos que hizo en Hipercor es Roberto Manrique (55), que era carnicero y pasó por la UCI. «No es fácil ser víctima pero menos lo es que no te lo reconozcan», sostiene. Ex presidente de la Asociación Catalana de Víctimas de Organizaciones Terroristas, Manrique ha esquivado en tres ocasiones las tentativas de otros tantos partidos políticos pero lleva 30 años en la brecha. «El dolor no debería usarse para fines políticos. Las víctimas son a la fuerza plurales porque el azar las elige», defiende el hoy asesor en victimología barcelonés, que se sentó cara a cara con Rafael Caride Simón, jefe del comando que atentó en Hipercor, sin que éste le mirara a los ojos.
Milagros Rodríguez estaba embarazada de tres meses cuando estalló la bomba en el hipermercado, donde trabajaba como cajera. Sólo sufrió algún rasguño, pero tuvo un mal presentimiento. Algo pasaría cuando naciera su bebé. Y así fue. Jessica nació con una sordera total como consecuencia de la onda expansiva de la bomba, según varios informes médicos.
El doctor Pablo Gómez es uno de los cirujanos plásticos que atendió a los heridos de Hipercor en la unidad de quemados del hospital Vall d’Hebron. Tenía 31 años. «Ese día yo trabajaba en el vecino hospital de San Rafael. Llamé al doctor de guardia, Acosta, ofreciendo mis servicios. Los dos quirófanos de quemados funcionaron a la vez», recuerda, tres décadas después, mientras sostiene entre sus manos un antiguo ejemplar de la revista estadounidense Burns [la biblia de los quemados] en el que profesionales del Vall d’Hebron publicaron un exhaustivo informe sobre la atención a las víctimas de Hipercor. «Nueve años antes, la tragedia del camping de Los Alfaques nos marcó. Y no íbamos a permitirnos el lujo de que un experto sueco como Artunson volviera a relatar la respuesta médica a Hipercor y la evolución», reivindica Gómez, que sí estaba de guardia la tarde de los atentados de la Rambla. «Nunca se está del todo preparado para algo así».

Opinión:

Es un honor y un placer poder colaborar con todo medio de comunicación que solicita una ayudita… y así, de paso, poder hacer públicas muchas otras situaciones y vivencias de excelentes seres humanos por los que he podido trabajar dependiendo de las circunstancias legales y personales de cada uno de ellos.
Arturo Costa es un ejemplo mas de aquellos expedientes que se iniciaron en aquellos años en los que ser víctima de una atentado era una lacra social a lo que había que añadir la enorme desorganización y los nulos protocolos que existían.
En aquellos años 80 del siglo pasado estar trabajando en un lugar donde ocurriera un atentado y no tener una herida física era sinónimo de problema y de trabas jurídicas casi imposibles de resolver. Arturo Costa o Jose Maria Maycas (entrevistado en El Periódico de Catalunya del pasado viernes) son excelentes ejemplos de esa desorganización y del desinterés que mostraba entonces la administración… por el contrario, el tiempo hizo que aparecieran personajes que mostrando un enorme cinismo explicaron alguna historieta al policía de turno que, creyéndose la milonga que le referían, han llegado a tener un reconocimiento como víctima del terrorismo con todos los derechos.
Aún y así, llámenme iluso pero creo que algún día llegará en el que alguien se atreverá a hacer un cotejo y un contraste real de los listados en los que aparecen estos personajes y obrar en consecuencia… y no son pocos…
Pero ¿quién “le pone el cascabel al gato”?




 

Robert Manrique, Arturo Costa y Francesc Valls en la inauguración de la Exposición








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