10 marzo 2019
«Para
los que seguimos vagando, el 11-M será de nuevo un día de silencio absoluto»
La madrileña Ángela
Estepa se mudó a Oviedo doce años después del atentado para tratar de dejar
atrás sus severas secuelas psicológicas
Desde el nuevo piso de Ángela se ve el monte. Las casas incrustadas
en las laderas, a lo lejos, ofrecen una estampa de tranquilidad y reposo, sobre
todo a última hora de la tarde, cuando el día ya languidece. La pequeña
terraza, con dos sillas orientadas hacia el horizonte, hace las veces de
mirador. La elección de la casa, según reconoce, no fue caprichosa. «Fue mi
marido el que me ofreció cambiar de sitio, yo me dejé llevar. Es muy difícil
porque lo dejamos todo allí, incluso dos hijos...».
Ángela Estepa nació en Madrid hace 55 años. Los dos últimos
han transcurrido en el ovetense barrio de Montecerrao, a donde llegó junto a su
marido y al más pequeño de sus hijos. Allí buscan tranquilidad y dejar atrás un
episodio que hoy en día, 15 años después, todavía sigue persiguiendo a esta
madrileña.
«Me levanté temprano por la mañana, como todos los días. Mi
marido y yo trabajábamos en el mismo lugar y nos dábamos el relevo. Cuando él
salía, entraba yo. Me dirigía a Las Rozas y cogí el tren desde Valdemoro.
Recuerdo que se me escapaba y yo tenía que cogerlo sí o sí. Me senté, iba en
sentido contrario al de la marcha del tren. Me quedé dormida y, al rato,
escuché un sonido fortísimo. Después de eso silencio, muchísimo silencio»,
relata Ángela.
El 11-M la
cogió, como a la mayoría de víctimas, de camino al trabajo. Pasadas las 7.35
horas, su tren coincidió en la estación
de El Pozo con un cercanías procedente de Guadalajara. La
explosión llegó de este otro tren. Y después, el caos. «Me asomé a la ventana y
vi que salía mucho humo de la cabecera. Pensábamos que se había quemado una
máquina. Cuando todos estábamos asomados volvió a explotar otra bomba y vimos
al tren salir por los aires», explica.
Su historia, al igual que la de los casi 2.000 heridos que
salieron con vida del atentado, cambió para siempre. Gritos, trombas de
personas huyendo, hierros atravesados, cuerpos sobre las vías... El relato de
Ángela se vuelve fragmentado. Reconoce que algunos pasajes los pasará por alto
y que las horas posteriores a las explosiones las vivió paralizada, sin poder
reaccionar. «Tengo muchas imágenes en la cabeza, imágenes que nunca contaría.
Sé que no ayudé a nadie, no pude, me quedé inmóvil. La Policía guiándonos, la
gente corriendo porque creía que iba a estallar otra bomba... Me metí debajo de
un coche, había muchos que nos quedábamos agazapados, sin poder reaccionar...»,
añade con la voz quebrada.
Cinco
horas sin rumbo
Antes de que se colapsaran las líneas telefónicas, en mitad
del caos, pudo llamar a su marido para pedir ayuda y contarle lo sucedido. Una
llamada que, según reconoce este último aliviado, sirvió para confirmar que
Ángela seguía con vida y sin daños físicos de gravedad. «Tenía afectados los
oídos y el cuello. Me encontré perdida hasta la una, cuando llegué hasta Las
Rozas y ya me llevaron al médico», recuerda.
Las semanas posteriores comenzó a visitar al psicólogo. Se
negó a coger la baja y trató de retomar su trabajo como auxiliar de servicios,
convenciéndose de que, pese a todo, podría recomponerse con la vuelta a la
rutina. «Después de lo que vi pensé que no tenía derecho a pedir la baja. Había
tanta gente tan destrozada que pensé: 'cómo voy a tener yo que irme'. Y sí,
estaba muy, muy afectada. Tenía miedo a descolgar el teléfono, tenía la
sensación de que me seguían. Yo me autoconvencía de que estaba bien, pero
realmente estaba cada vez peor. No podía montar en tren, no puedo estar en el
centro de las ciudades... Generé muchísimos miedos y ansiedades», reconoce.
La mayoría de estas fobias, según explica, siguen presentes
en la actualidad. En algunos aspectos, como la capacidad para repasar los
hechos y hablarlos con un desconocido, sí ha encontrado mejora. Aún así, el
«evidente cambio de carácter» y la imposibilidad de ver la luz al final del
túnel, lamenta, le siguen atenazando. «La cabeza es muy difícil curarla, creo
que lo que más. Es triste pero es así», reflexiona.
Después de los atentados
en Barcelona y Cambrils, Ángela sufrió un ictus a causa de los
nervios. De aquella ya habían decidido mudarse a Oviedo. La familia había
veraneado en varias ocasiones en San
Juan de la Arena y su intención era la de buscar
sosiego y así evitar la capital y los recuerdos asociados. «Cuando veníamos a
San Juan de la Arena
nadie me preguntaba nada. Me sentía tranquila y precisamente eso era lo que
buscaba», asevera.
Un
«escondite»
Define su retiro asturiano como un «escondite», un lugar en
el que trata de pasar página tras quince años sin hacerlo. «Creo que, después
de todo, ya no puedo llevar una vida normal», explica. Además de su familia,
buena parte de sus apoyos han venido por parte de la asociación de víctimas del
11M, que le ha prestado apoyo legal y le ha informado de todos sus derechos
como afectada pese a que su intención era la de desvincularse lo máximo posible
de lo sucedido. «Han sido una tremenda ayuda para los trámites, para conseguir
psicólogos... siempre les estaré muy agradecida», reconoce.
Ya han pasado quince años y, precisamente, esta efeméride
es la que le ha empujado a hablar, a contar su caso y a tratar de imponerse
sobre una fecha que, después de tanto tiempo, sigue doliendo como el primer
día. «Para los que seguimos vagando, el 11-M será un día triste, de silencio
absoluto».
Opinión:
Seguramente y ojala me equivoque, para víctimas como Angela
no habrán llegado las ayudas para el cambio de domicilio que algunas víctimas
de la banda terrorista ETA han podido obtener.
Solo decirle a Angela que hay multitud de personas que han
reaccionado igual que ella, incluso de los atentados en Catalunya de agosto de
2017.
En cambio, a otros desvergonzados les bastó presentar una
denuncia días después de “su” atentado para poder disfrutar de todo tipo de
beneficios como “víctimas”, aunque existan serias dudas sobre su presencia en
el lugar del atentado y, por lo tanto, sobre su condición de víctima…
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