En Robert sempre ha estat un amic de aquells que han col·laborat amb ell, però amb altres prefereix no perdre ni un segon. Un dels seus millors amics va morir a finals de febrer de 2010 i en Robert li va dedicar un article a El Periódico de Catalunya, publicat el dijous 4 de març.
En la muerte de un hombre bueno
Un referente para las víctimas de ETA
Álvaro Cabrerizo desarrolló, tras perder a su familia en un atentado, una labor que otros continuarán
Estos no han sido unos días fáciles para algunas víctimas del terrorismo. En 1987, ETA nos destrozó la vida a muchos ciudadanos anónimos. Entre ellos se encontraba mi admirado amigo Álvaro Cabrerizo, a quien le asesinaron su esposa, Mari Carmen, y sus dos niñas, Susana y Sonia. Él empezó a morir un poco el día de ese atentado de Hipercor. Le conocí en octubre de 1989, a las puertas de la Audiencia Nacional , cuando ninguno de los actualmente supuestos representantes de las víctimas se atrevían ni siquiera a asomar la nariz en un juicio contra ETA. Sin conocernos, los dos acudimos a aquel juicio por una cuestión moral, de justicia, no por obligación jurídica. Pero, desde aquel día, Álvaro se transformó en mi mano derecha, mi mano izquierda, mi sombra, mi amigo y mi ejemplo. Un aragonés de carácter que habiendo perdido lo más importante, la familia, intentaba ayudar a los demás.
Con la sentencia 49/89 en la mano, empezamos a buscar a las víctimas, primero de nuestro atentado y después de todos los demás. La trastienda de su videoclub en Ciutat Meridiana y una pequeña habitación de mi piso en Vall d’Hebron fueron los campos base para organizar lo que se transformó en la delegación catalana de aquella AVT que tanto hizo por las víctimas en la década de los años 90. Juntos organizamos el primer despachito en Can Guardiola, en Sant Andreu; disfrutamos de la infinita colaboración de Juan Antonio y Marisol, de José María y Sara; descubrimos atentados de los que nadie tenía el más mínimo recuerdo; visitamos el cementerio y a muchas víctimas en sus casas, y nos tomamos cañas en el Plaza y en el Smith.
Mientras tanto, Álvaro intentaba rehacer su vida, tratando de esquivar a los buitres que se acercaron para beneficiarse del dolor ajeno. Aunque su enorme corazón le llevó a confiar en esa gentuza insensible que, tras una cara amable, le arrancó hasta el último céntimo. Me consta que algunos de ellos aún le deben dinero. Todo ese dolor contenido, toda esa tensión y rabia interna le llevaron, una madrugada de invierno, a llamarme desde un pueblo de Navarra. Fui a buscarle y allí estaba, con la mirada perdida y sin saber a dónde iba ni por qué. Intuimos que se dirigía a Euskadi para preguntar a los etarras el porqué de tanto dolor y de tanta muerte. Necesitaba saber y nadie respondía.
Con el transcurso del tiempo, Álvaro encontró su merecida tranquilidad en tierras gaditanas. La marcha fue dura, pero atrás dejó una excelente labor de búsqueda, de respaldo, de solidaridad y de colaboración que nadie pudo compensar jamás. Se marchó para formar una nueva familia. Empezó a remontar y se involucró en otros proyectos: una asociación vecinal y su colección de motos antiguas, al tiempo que preparaba propuestas que enviaríamos a los diferentes gobiernos de España o de Andalucía para que mejorasen la asistencia a las víctimas.
Nunca he visto a nadie con tantas ideas, algunas posibles, otras probables y otras, las menos, inviables por imposibles. Pero siempre las compartíamos, porque los 1.000 kilómetros no eran impedimento. Y si surgía algún problema, lo cortaba, literalmente, de raíz. Como aquella vez en la que, entre risas, serró los escasos cinco centímetros del extremo de su barca para acortar las medidas y así conseguir el título de patrón.
Álvaro ha sido una de esas víctimas que nunca faltó a los actos de homenaje que cada 19 de junio se celebraron en Barcelona. Algunos aún guardamos en un rincón reservado de nuestra memoria el recuerdo especial del año en que se presentó con aquella preciosa niña colombiana que Lola y él acababan de adoptar. La vida empezaba a resurgir y Álvaro volvía a sonreír.
Pero demasiado a menudo esa sonrisa sobria cambiaba al descubrir que también existían personajes que utilizaban su dolor con propósitos partidistas, poniendo su fotografía en portadas que desconocía o utilizando su imagen de hombre bueno para agitar banderas que él jamás tomaría. Desgraciadamente, las consecuencias de todo lo vivido, de todo lo sufrido y de todo lo perdido iban haciendo silenciosos estragos en el cuerpo y en el espíritu de aquel hombretón maño.
No hace mucho, nos vimos en Madrid y reímos al recordar los tiempos de las llamadas ofreciéndonos algún carguito político, mientras seguíamos revisando propuestas. En noviembre del 2008 coincidimos en la presentación del libro Pido la palabra. En una de sus páginas se resume uno de tantos encuentros: «El abrazo traía consigo un torrente de sentimientos, mezcla de dolor y alegría, nostalgia y felicidad, pasado y presente».
El 25 de febrero, Álvaro, uno de los mayores ejemplos de prudencia, paciencia y dignidad entre las víctimas del terrorismo, nos dejó. Ya no verá plasmados sus proyectos, pero de eso nos encargaremos otros recogiendo su testigo. Para las víctimas del terrorismo con vocación de servicio, seguirá siendo un referente de futuro. Amigo Álvaro, tus viñas han quedado huérfanas. Gracias por ser mi amigo y mi ejemplo. Siempre contigo.
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