18
agosto 2020
La no tan discreta radicalización de los muyaidines de Ripoll
Los terroristas que mataron en Barcelona y Cambrils en 2017 mantuvieron
en secreto la preparación del 17-A, pero su radicalización era evidente y nadie
alertó de ello
En el tercer aniversario de los atentados de Barcelona y
Cambrils, con 16 víctimas mortales y decenas de heridos, quedan todavía muchos
cabos sueltos sobre aquella matanza. Interrogantes para los que no hay
respuesta -¿De qué conexiones internacionales disponía el imán Abdelbaki
Es-Satty?-. Y otros, más sociales o sociológicos, en los que los intentos de
encontrar explicaciones se pierden por laberintos y recovecos. ¿Por qué diez jóvenes
nacidos en Ripoll (Barcelona) quisieron protagonizar uno de los mayores ataques
yihadistas? ¿Cómo
es que en una localidad de unos 10.000 habitantes nadie alertó de su
radicalicalización?
Sobre la primera cuestión, poca luz se puede arrojar. El
sumario del caso, instruido por la Audiencia Nacional ,
no consigue vincular los viajes de Es-Satty a Bélgica (foco de radicalización)
con los atentados del 17-A, ni tampoco la conexión del imán con los servicios
de inteligencia. Algo más factible se antoja ahondar en las razones de la
radicalización de unos jóvenes, que parecían perfectamente integrados en la
tierra a la que habían emigrado sus padres y que a ellos les vio nacer. Y
también examinar por qué no salieron a
la superficie sus cambios de actitud, en muchos casos evidentes,
que en los meses previos a la matanza eran notables. Son dos de los
interrogantes a los que trata de responder la periodista Anna Texidor en Los
silencios del 17-A, el libro más completo de investigación publicado sobre los
atentados.
De ningún lugar
Los jóvenes, guiados por Es-Satty, mantuvieron en secreto
durante meses los preparativos de los atentados, aunque sus planes se
precipitaron tras la accidentada explosión del laboratorio clandestino del
chalé de Alcanar, en la que murió el imán: en vez de hacer volar la Sagrada Familia , improvisaron los atropellos de La Rambla y el paseo marítimo
de Cambrils. Si
la preparación de la matanza fue silenciosa, no lo había sido tanto el proceso
de radicalización que experimentaron a ojos de sus familias, amigos y vecinos.
¿Por qué nadie alertó de la deriva de sus costumbres, comportamiento,
vestimentas y proclamas?
Sus familias, no especialmente religiosas, reconocen que
los dos últimos años previos al 17-A sus hijos habían experimentado una
evolución espiritual; lejos de considerarla un riesgo, creyeron que esa inclinación
aportaría sensatez y serenidad a su juventud. Son familias
humildes, no alfabetizadas en su mayoría, originarias de zonas rurales del Rif,
Tetuán o las montañas del Atlas (Marruecos). Cuando llegan a España, los padres
se enrolan en trabajos duros y mal pagados, recayendo la responsabilidad de
educar a los hijos en unas mujeres aisladas socialmente, que solo hablan
bereber, ni siquiera árabe. La mudanza al nuevo país les permite mejorar
económicamente pero siguen sintiéndose inmigrantes décadas después.
Si los progenitores, pese al tiempo transcurrido, siguen
sintiéndose extranjeros, sus hijos nunca se reconocen genuinamente españoles:
se ven ignorados, ciudadanos de segunda, con tendencia a la marginalidad y
resentidos con la sociedad en la que sus familias optaron vivir. En Ripoll
también son víctimas de un «racismo de baja intensidad», propio
de zonas rurales. Y
conforme avanzan en su radicalización, comienzan a considerar también su país
de origen un mero siervo de occidente. Ni españoles, ni marroquíes.
La mayoría de los terroristas, los meses previos a los
atentados, verbalizan esa falta de arraigo. Pero también antes: «¿Por qué nos llaman
moros?», preguntó años antes Younes Abouyaaqoub a su tutor en
la escuela, cuando el conductor de la furgoneta que atropelló mortalmente a 14
personas en La Rambla
no era más que un adolescente.
Años después, 27 jóvenes de Ripoll formaron un grupo de
Whatsapp en el que se desahogaban compartiendo situaciones que vivían
considerándose víctimas por ser musulmanes. Cinco de los futuros terroristas
estaban en ese grupo. «¡Mira cómo nos humillan!», era
la frase más repetida. Se retroalimentaron en su
autovictimización y comenzaron su búsqueda hacia un «islam auténtico».
Aunque de familias disfuncionales, los jóvenes eran en
general responsables y trabajadores, ni delincuentes ni drogadictos. Hasta
entonces, su vida giraba en torno a dos pasiones, los coches y el fútbol. Su
cultura islámica era deficiente y solo uno, Moussa Oukabir, ahora en prisión
provisional, había mostrado desde pequeño un fervor religioso que ni tenía su
familia ni el resto de los autores de los atentados.
El aterrizaje de Es-Satty en Ripoll en 2015 representó
para estos jóvenes una vía para canalizar sus frustraciones, aunque los
hermanos mayores (son cuatro parejas de hermanos, atípico en los atentados
yihadistas en occidente) ya simpatizaban con el Estado Islámico. Se les ofrece una nación y una
identidad de la que sienten que carecían. Con la lectura literal del Corán se
convencen de que la yihad debe tomarse en sentido violento, comenzando a
experimentar un peligroso culto a la muerte: morir matando.
Los mimbres existían antes de la llegada de Es-Satty y el
imán se afana en pescar en río revuelto. Convence al presidente de la mezquita
para extender a los jóvenes las clases de árabe que se impartían a niños. Para
la comunidad, el imán era una persona moderna, con capacidad de despertar en
varios jóvenes el interés por la religión. Era una doble vida, una excusa para
observarlos, uno a uno, y reclutarlos.
Estos jóvenes quedan fascinados por los mediáticos
mensajes del Estado Islámico, que Es-Satty les inculca. Se sumergen en un Islam que en
casa no habían conocido. El imán se aprovecha de
que necesitan forjar una identidad común y de su rechazo a la sociedad de
acogida. El imán se relacionará, sobre todo, con los hermanos mayores. No se
saludan en la mezquita, para evitar sospechas, pero solían frecuentar la casa
de Es-Satty después del sermón. Y otras veces se reunían en su furgoneta.
Pero el proceso de radicalización no fue tan discreto como
podría parecer. Los hermanos mayores comenzaron a distanciarse de sus amigos y
no era ningún secreto el salto cualitativo de su concepción religiosa.
Progresivamente, y con distintas intensidades, pasan de gustarles la ropa de
marca, los coches y las motos a dejar de salir de fiesta y de beber alcohol. A las mujeres ya ni las saludan
por la calle. Youssef Aalla, que moriría
en Alcanar, fue el que más cambió. Pasó de ser un joven alegre a dejar de
salir. «¿Qué haces con una cristiana, eres tonto? Coge el Corán y reza», le
espetó una vez a un amigo.
Más difícil es saber cuándo comienzan a radicalizarse los
hermanos menores, aunque sus cambios ya son palpables en el primer trimestre de
2017. A
partir de entonces no se dejan ver por
el pueblo, eliminan sus cuentas de Instagram y salen de los grupos de Whatsapp
que compartían con otros jóvenes. Había señales más que evidentes de que
algo se cocía pero muchos no fueron capaces o no quisieron verlo. La consigna
era aparentar normalidad, incluso en los últimos meses siguen una guía del
Estado Islámico sobre «cómo pasar desapercibido para los infieles», pero eso no
impedía que las señales de radicalización afloraran de manera gradual y
evidente.
Algunos familiares admiten haber observado cambios en
ellos, pero no interpretaron que esa visión extremista del Islam pudiera
radicalizarse hasta convertirles en los autores de una matanza. Otros jóvenes,
del entorno de los futuros terroristas, llegaron a plantearse denunciar la
actitud de sus compañeros, pero, según los investigadores, las lealtades y
fidelidades compartidas pesaron más. Nadie denunció a quien formaba parte de la
comunidad de la que creían suya. Esta especie de cordón de protección se
extendía a buena parte de la comunidad musulmana. Por desconocimiento, por miedo a
que les perjudicase o a no saber expresarse con suficiente propiedad, nadie
alertó.
También Es-Satty en la mezquita en la que dirigía las
oraciones dejó rastros de radicalización. Según algunos testimonios, en los
discursos de los viernes defendía la lucha contra los infieles, criticando
también a chiitas y a los gobiernos de Marruecos y Arabia Saudí, porque decía
que se habían vendido a occidente. Lo hacía metafóricamente, tratando de huir
de la literalidad. Y nadie de la comunidad dio la alerta.
No estaban socializados
«¿Cómo es posible que, a pesar de esas manifestaciones
nadie decidiese combatir un discurso extremista que divide al mundo entre
musulmanes e infieles?», se pregunta Teixidor. La explicación no es fácil,
aunque la autora considera que la sociedad no había generado los mecanismos adecuados
para facilitarlo, sin entidades que trabajasen eficazmente contra la
radicalización. Y algo más grave: en
determinados ámbitos prevaleció la pretensión de que pertenecer a una religión
está por encima de la ley.
Aunque las familias están convencidas de que el imán
manipuló a sus hijos, lo cierto es que acaban actuando por convicción después
de que Es-Satty consiguiera encauzar para el fin terrorista su frustración.
Para Teixidor, el debate no reside tanto en el origen de los terroristas sino
en su crisis identitaria y en la falta de pertenencia. Todo el mundo pensaba
que estaban perfectamente socializados, pero era una integración mal entendida.
Nadie sabía cómo se sentían. «Están entre nosotros pero nunca los hemos
considerado como otros más de nuestras comunidad. Deseamos que se fundan en
nuestra comunidad sin derecho a réplica».
El entorno de los terroristas no distinguió la finísima
línea que separa la práctica religiosa rigorista del compromiso yihadista. Y ni institutos, ni empresas
donde trabajaron, ni servicios sociales, ni familias supieron detectarlo.
Tampoco la coordinación de las policías estuvo a la altura de la necesidad de
la amenaza terrorista. Luego, todo fue demasiado tarde.
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