11 diciembre 2020 Correo
Sumar víctimas
Joseba Eceolaza
Habrá formas de ver el pasado, pero tengamos la decencia de decirnos la verdad . Desde muchos ámbitos la violencia nos la venden como algo épico, llena de héroes y gestas, gente entregada y causas fabulosas; pero la violencia, es sobre todo, un trauma. Dice Thomas Mann que solo los detalles son interesantes. Tal vez eso sea exagerado. Pero conocer las vivencias concretas que han padecido las víctimas del terrorismo es un ejercicio necesario que conmueve hasta rompernos.
En el terremoto de la violencia, la réplica dura tanto como la vida de la gente que la padeció. Por eso, profundizar de verdad en el daño que la violencia de ETA nos causó no permite atajos, porque si lo planteamos como una carrera para salvar nuestro pasado particular y político volveremos a dejar otra vez causas abiertas, y es lo que menos necesitamos. Este es un ejercicio más humano que político, hasta que quienes ejercieron la violencia o la defendieron no entiendan esto, habrá más pugna que ética y eso aplaza las tareas que necesitamos abordar. El proceso de reparación de heridas, obviamente, nunca es lineal. Roberto Lertxundi decía que «el resultado de ETA es tan pobre que lo único que ha conseguido es llenar cárceles y cementerios». Reconocer esto es tan duro para quienes estuvieron en el mismo tren de ETA que las resistencias a mirarse al espejo, en realidad, son parte del proceso.
Sin duda, el olvido puede aparecer de muchas formas. Pero una de las más peligrosas es la que pone en marcha distintos relatos para que unos neutralicen a otros. Encarar la memoria con una calculadora para sumar víctimas no es hacer memoria, es tratar de consolidar el paradigma del empate. La superación del trauma de la violencia no se basa en la imagen de un marcador que suma víctimas en nuestra contra o a nuestro favor; es, sobre todo, la necesidad de desmontar las ideas que hicieron posible esa barbaridad que es pegarle un tiro en la nuca a alguien por sus ideas o su profesión. Y el deber de reparar, proteger y apoyar a las víctimas del terrorismo de Estado no puede convertirse en una muletilla para no afrontar una autocrítica sanadora entre quienes apoyaron de forma convencida, continua y decidida el asesinato político. Decir esto no supone tratar a estas víctimas de forma secundaria, ni establecer categorías de reparación distintas, ni negarles el derecho a la reparación y al esclarecimiento. De hecho, olvidar también es contar las cosas con un sesgo subjetivo que no aguanta un mínimo contraste. Romper el marco conceptual que define a la víctima, ensancharlo de forma ilimitada y caprichosa no es recordar, es cuadrar tu visión del pasado al momento en el que hay que hacer balance de lo provocado.
Hay listados manejados por colectivos cercanos a la izquierda abertzale que, por ejemplo, contabilizan como víctima a una persona que murió de un infarto en la cárcel o a otro hombre que murió de un derrame meses después de que su hijo fuera detenido. Y sin duda hay muertes que nunca deberían haber sucedido, hay ausencias que duelen, pero eso no les convierte en víctimas.
Por eso nos tenemos que rebelar ante quienes en la aritmética de este relato nos proponen un empate ruinoso; 1936, más ETA, más violencia policial igual a cero. Como si la violencia fuera algo inevitable y una consecuencia de una respuesta legítima, necesaria y obligada. Como si las víctimas se compensaran, como si nos consolara saber que hubo crueldad en los otros, como si una muerte justificara otra, como si esto hubiera sido una guerra permanente en la que todo el mundo mató, como si todos y todas tuviéramos algo que ver en la violencia.
Porque aquí, sencillamente, no han existido violencias cruzadas, ni dos ejércitos legítimos que se han enfrentado, ni mucho menos un enfrentamiento entre dos pueblos, ni tampoco una responsabilidad diluida en que ‘todos sufrimos’.
Las responsabilidades no son iguales y no todos elegimos ejercer o defender la violencia. El filosofo alemán Rüdiger Safranski, pensando sobre la verdad que estamos dispuestos a soportar, dice que «hay que estar preparados para toparse con determinados abismos». Mercedes Monmany en ‘Ya sabes que volveré’ tira de este hilo y plantea con audacia que tenemos que abordar esos abismos sin filtros, «abismos no suavizados de antemano con tranquilizadoras y ocultas premisas preestablecidas, con estratagemas ideológicas o incluso con coartadas de tipo sentimental»; y Josu Elespe concluye que «la convivencia plena requiere enfrentarse a la realidad de lo que hicieron».
El deber de memoria, la necesidad de convivir, implica necesariamente la honestidad de reconocer los hechos tal y como fueron. Porque si adecuamos definiciones, formatos de encuentros o experiencias restaurativas a nuestro hecho político, y no a la formación de valores y perspectivas nuevas tras años de violencia, el camino se hará más largo. Habrá diferentes formas de ver nuestro pasado, pero al menos tengamos la decencia de contarnos la verdad. La memoria exige rigor, no inflación. Hasta entonces es como si algo de ese tacticismo que nos persiguió estuviera presente; la vida y la muerte entendida solo como parte de una meta.
Opinión:
Excelente articulo de lectura recomendable. Desde siempre he pensado que cuando alguien ataca a otra persona por una cuestión de venganza (“tú me hiciste esto, yo te lo devuelvo”), debe enmarcarse como una cuestión moral. Si tú mataste a mi padre ¿tengo el derecho a hacerte lo mismo? Repito, sería un dilema absolutamente moral basado en los valores aprendidos.
Pero otra cuestión muy distinta es cuando se ataca y se asesina a alguien a quien no conoces, simplemente con el argumento bastardo del “algo habrá hecho”, “ese uniforme no me gusta” o “hay que socializar el sufrimiento”. Y por ahí, no. De ninguna manera. Toda ideología, absolutista o individual, no merece una sola muerte y mucho menos de manera cobarde e indiscriminada.
Es por esta razón por la que me niego a que me incluyan en el mismo saco en el que se encuentran algunas víctimas, a las que solamente mueve el sentimiento de venganza. Sentimiento que respeto pero no comparto. Y como yo, otros cientos de víctimas a los que, desgraciadamente, no nos dan la misma oportunidad de explicarnos que sí se da a las que creen hablar en nuestro nombre... sobre todo a las que hablan dependiendo de cual sea el gobierno al que alabar o al que atacar utilizando el dolor ajeno.
Alguien recuerda la película, de ficción, “La revolución de los ángeles”? También creo que es de visión absolutamente recomendable.
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