10 marzo 2018
Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis
y estudios de KREAB en su división en España.
Memoria y convivencia en Euskadi
ETA no empezó con el primer disparo de pistola, sino con
las palabras que describían un sueño de purificación nacional. A partir de los
90, la sociedad vasca empezó a rechazar el terror para exorcizar su pasado de
silencio
ETA anunciará este año su disolución. Lo
hará seis años después del abandono de la violencia. Por el camino quedaron más
de 800 personas asesinadas y un largo ciclo de extorsión, persecución y muerte
que marcó el contexto vital de varias generaciones de ciudadanos. Con esa
estrategia de terror y de asesinatos selectivos, ETA trató de elevar a
categoría de total la visión particular que tenía sobre lo que debía ser
Euskadi. Mató para instaurar —por ejemplo, en palabras de María Dolores
González Katarain, Yoyes—“un deber de uniformidad”; para que toda la
sociedad asumiera una idea obligatoria de lo vasco. La suya.
El lento despertar de amplios sectores de la sociedad vasca, su progresiva movilización contra una
forma de terrorismo sustentada en el apoyo de otros sectores de la misma
sociedad, el trabajo de los grupos pacifistas, los acuerdos políticos contra el
terrorismo, empezando por el Pacto de Ajuria Enea, y especialmente el trabajo
de las diferentes policías y el último proceso de paz dirigido por el Gobierno
del presidente Zapatero, llevaron a la banda al reconocimiento de su incapacidad
para continuar con su proyecto. En la tarde del 20 de octubre del año 2011
reconoció su derrota; anunció el cese definitivo de su actividad tras un largo
recorrido que comenzó mucho tiempo atrás. Exactamente, 52 años antes.
Y no, ETA no empezó con el primer disparo de pistola. ETA
empezó con las palabras. Con palabras que describían un sueño de purificación
nacional, que pretendían una idea enfermiza de Euskadi, sin contaminación por
pluralidad, homogeneizada en sentimientos identitarios, liberada de impurezas.
No comenzó con el estallido de la primera bomba, comenzó
con el establecimiento de una narrativa de fronteras, con la señalización del
diferente y la diferenciación del otro. Nació y se sostuvo en la implementación
de un dogma romántico, en un lenguaje de extranjerización, en el dedo
señalizador del “maqueto”, en un algoritmo ideológico al servicio de la
diferenciación entre vascos puros y quienes no lo eran a los ojos de ETA. Nació
en las palabras que definían Euskadi como una geografía sagrada, como un ideal
puro de patria.
Esa construcción teórica de la diferencia, unida a la
dinámica de terror implantada por ETA, fue voluntaria o involuntariamente
acompañada de una construcción social de la distancia, de aislamiento en
determinados sectores, sociales y geográficos, de las personas señaladas.
Diferenciación—señalización—distancia. Ese era el encadenamiento que antecedía
al último eslabón; el atentado personal, el asesinato selectivo como paso
último de una cadena que empezaba mucho antes.
A finales de los años setenta y principios de los años
ochenta, los atentados tenían por respuesta una amplia mayoría de silencio.
Cientos de miles de vascos que no hablaban, que no habían visto nada, que no
habían escuchado nada, vascos que invertían el flujo de sospecha hasta hacerlo
recaer en la víctima; “quién le mandaría meterse en política”, “algo habrá
hecho”. Vascos, en muchos casos, protagonistas de la famosa frase de Luther
King; la indiferencia de las buenas personas.
Algunos años más tarde, especialmente desde los años
noventa, la sociedad vasca empezó a mostrar un rechazo mayoritario con el que
exorcizar parte de su pasado de silencio y con el que terminar siendo clave en
la aceleración de los tiempos para acercar el final de la violencia.
Y hoy, seis años después de que esta llegara, el debate
principal comienza a ser otro. Se observa, entre nosotros, una disyuntiva
nítida en la deliberación política e institucional vasca; una vocación de
memoria frente a una tentación de olvido. Disyuntiva que tiene un valor
determinante y que debe ser resuelta en el marco de la reforma del Estatuto de
Gernika. Momento en el que todas las fuerzas políticas tienen una
responsabilidad; zanjarla.
Porque es ahí donde se tiene que defender que la comunidad
vasca, a la hora de constituirse como tal, debe inspirarse, al menos en parte,
en la memoria de las víctimas. De las víctimas de un terrorismo que no llegó de
fuera, sino que fue incubado dentro de la propia sociedad vasca. Expresarlo —y
darle el máximo rango jurídico— es demostrar que Euskadi se sabe y se reconoce
custodia de un legado del que no puede desprenderse. Un legado de vacío; el
dejado por cada una de las personas que ETA asesinó a lo largo de sus cinco
décadas de actividad.
Así es como tiene que protegerse a sí misma, haciéndose
cargo del significado y naturaleza de su pasado de sangre para establecerlo
como mecanismo preventivo de repetición futura. Y desde ahí, apostar por la
implementación de más medidas en el campo de la educación obligatoria y de
políticas públicas transversales para que las generaciones jóvenes crezcan con
consciencia plena de todo lo que su sociedad incubó y durante tanto tiempo
sufrió. El riesgo de olvido es un precio que la sociedad vasca no puede pagar,
que no debe pagar. Ojalá algunos de sus representantes institucionales no lo
intenten recorrer en su apariencia de atajo porque en el intento de un olvido
inferido no hay redención alguna. Como mucho, una sospecha de culpa que no
puede ser transferida al conjunto de la sociedad en lo que nos articula y
define como comunidad.
La idea secularizada de Euskadi como una comunidad cívica,
caracterizada por su pluralidad y con capacidad para la convivencia, es
exactamente el país contrario al que ETA soñó. Sin duda, el mejor sendero de
futuro para la sociedad vasca. Pero ese sendero solo se alcanza si se acepta
que esa fue precisamente la idea de país amenazada y atacada. Nace de ahí —de
la institucionalización de la memoria— el ideal cívico al que muchos de
nosotros siempre hemos aspirado en Euskadi; convivir en un mismo espacio
público definido por pluralidad, paz y libertad.
ETA empezó con las palabras, sí. Y la narrativa de lo que
fue también nos espera a todos en las palabras. Nos pregunta por cuáles
elegiremos. En las que elijamos para explicar su significado, en la importancia
y rango que les otorguemos, está, en parte importante, el significado que nos
damos a nosotros mismos como sociedad. Ahí puede nacer también nuestro blindaje
ante el futuro como una comunidad de memoria y de convivencia. Sin posibilidad
de vuelta atrás. Ojalá la sociedad vasca tenga suerte y el Parlamento vasco
acierte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario