02 febrero 2015
La luz que
nunca se encendió
Hasta ahora
no se ha investigado en profundidad la extorsión de ETA a empresarios,
directivos y profesionales, a pesar de que fueron chantajeadas más de 9.000
personas y que se calcula que costó un 10% del PIB vasco.
En la historia del fenómeno terrorista de ETA existe
un concreto aspecto que puede calificarse como de verdadero agujero negro, es
decir, como una parte de la realidad que se resiste a dejarse conocer y que
atrapa en su oscuridad a todo lo que la rodea. Se trata de la extorsión
económica practicada durante decenios por ETA en contra de empresarios,
directivos y profesionales. Este tipo de terrorismo extorsionador con finalidad
de financiación fue un punto oscuro cuando se practicó, tanto para sus víctimas
(borrosamente estigmatizadas en la percepción social como poco menos que
explotadores atrapados por su riqueza), como para la propia sociedad vasca en
cuyo seno tuvo lugar, que nunca quiso afrontar un debate abierto sobre los
complejos dilemas humanos, éticos y jurídicos que la extorsión encaminada a
financiar al terrorismo planteaba. Pero también fue un punto ciego para la
justicia, que prefirió no investigar ni eventualmente sancionar las cesiones al
chantaje, por mucho que objetivamente una tal cesión pudiera constituir un
delito de colaboración con el terrorismo.
Un grupo interdisciplinar de investigadores
coordinado inicialmente por Bakeaz y ahora por el Centro de Ética aplicada de la Universidad de Deusto
tratan hoy en día de hacer luz sobre ese fenómeno de la extorsión que, a pesar
de la dificultad para obtener datos empíricos contrastados y fiables, supuso un
desplazamiento patrimonial realmente importante: limitándonos a la época dorada
de la extorsión (los años ochenta), no menos de 9.000 personas fueron en el
País Vasco objeto de chantaje (de las que parece que la mayoría no cedieron a
ella), y ETA obtuvo en esos años, según la “contabilidad” de los papeles de
Sokoa, más de 1.100.000.000 pesetas de financiación para atentar, constatándose
una retroalimentación cruzada entre financiación y capacidad de atentar: a más
financiación, más atentados, pero también al revés.
Uno de los campos de más difícil estudio, dada la
ausencia de una metodología econométrica contrastada, es el del impacto que
tuvo el fenómeno terrorista sobre la economía del País Vasco y sobre su
discurrir a lo largo de los 50 años que duró. Trabajadas hipótesis
(inevitablemente basadas en comparaciones diseñadas con precisión discutible)
sugieren un impacto negativo de hasta un 10% del PIB en los años ochenta y
noventa, lo que da una idea de la importancia económica del terrorismo para la
región que principalmente lo sufrió. Y, sin embargo, no es menos sugerente otra
hipótesis: la de que, gracias a la negociación política en Madrid del sistema
Concierto Económico-Cupo, una negociación en la que el argumento terrorista
siempre dio juego, y que conllevaba una significativa sobrefinanciación en
recursos públicos para ese mismo País Vasco, la política vasca consiguió compensar
el daño que el terrorismo causaba, lo que trajo consigo al final un proceso de
globalización o socialización sobre toda España de buena parte del impacto
económico del terrorismo.
Ahora bien, lo que los datos macroeco-nómicos no
ponen de manifiesto como se merece es el gran sufrimiento humano experimentado
por las víctimas de esta particular clase de violencia, las cuales (salvo el
caso de las grandes empresas capaces de establecer redes de atención para sus
directivos) tuvieron que gestionar en angustiosa soledad (y sin percibir
comprensión alguna por parte de un entorno social que malconsideraba
sistemáticamente al empresariado en aquella época) la toma de unas decisiones
que eran humana y éticamente profundamente perturbadoras: porque para una mínima
sensibilidad el ceder al chantaje implicaba comprar la seguridad propia pagando
el precio de la próxima bala de 9 milímetros parabellum que acabaría con la
vida de otro. Cada pequeño empresario, y cada abogado o médico interpelado por
este terror, tuvieron que decidir solos y sin más ayuda que su conciencia, la
línea de conducta a seguir. Y tuvieron que transitar, muchas veces, a través de
humillantes senderos de mediación y negociación que no hacían sino reforzar una
especie de estigma específico. Claro que las víctimas, sobre todo las de los
servidores del Estado, eran todas invisibles en aquella época para una sociedad
vasca incapaz de afrontar el terror de otra manera que no fuera la del
espectador indiferente que asumía cómodamente como leitmotiv tranquilizadores los de “algo habrá
hecho” o “paga y calla”. Pero las víctimas del terror chantajista, además de
sufrir, tenían que tomar decisiones difíciles que dejarían huellas futuras en
su sensibilidad. Y se sentían abandonados, pues no sólo no existía solidaridad
con ellas, sino que existía expresa insensibilidad. Además del agobio de
percibir al colaborador de ETA en su propio entorno laboral o vecinal.
Sufrimiento humano en bruto, el material con que se construye el proyecto
totalitario.
Y es que, visto el asunto desde hoy, lo que más
llama la atención del estudioso de aquellos años no es sólo lo que sucedió,
sino sobre todo lo que no ocurrió: es clamorosa la ausencia del más mínimo
debate público o institucional sobre los criterios a seguir en el caso de la
extorsión terrorista, sobre los valores en juego, sobre las normas éticas a
aplicar, sobre la forma de ponderar el valor de la seguridad personal y el
disvalor de sostener el terror. Cómo compatibilizar el miedo humano y el valor
cívico. Es el debate que nunca se tuvo, y es curioso señalar que es un debate
que tampoco hoy, ante otro tipo de terrorismo plagado de secuestros
chantajistas, encuentra su lugar en la política, en la opinión o en la justicia
españolas. Nuestros Gobiernos ceden al pago de rescates por cooperantes
secuestrados o tripulaciones pirateadas, y es posible que así deba ser, pero
¿cómo es que nunca se ha debatido sobre ello?
En 2012 (¡nada menos que en 2012!), la Sala de lo Penal del Tribunal
Supremo dictó su primera y única sentencia sobre un caso en que dos empresarias
habían cedido al chantaje. Porque sucedía que, objetivamente considerada, la
cesión al chantaje era y es un delito de colaboración con organización
terrorista que sólo por aplicación de la eximente de miedo insuperable puede
quedar impune. Para lo cual hay que investigar y sopesar las circunstancias de
cada caso. Pues bien, en esa sentencia de 2012, el Tribunal Supremo constata
como dato ciertamente asombroso que no existen precedentes judiciales de
enjuiciamiento o investigación sumarial de pagos de chantajes, a pesar de que
era un dato obvio que desde 1975 se había generalizado la extorsión. Pero en la
maquinaria judicial no existían antecedentes de ello.
Ahora bien, lo que los datos macroeco-nómicos no
ponen de manifiesto como se merece es el gran sufrimiento humano experimentado
por las víctimas de esta particular clase de violencia, las cuales (salvo el
caso de las grandes empresas capaces de establecer redes de atención para sus
directivos) tuvieron que gestionar en angustiosa soledad (y sin percibir
comprensión alguna por parte de un entorno social que malconsideraba
sistemáticamente al empresariado en aquella época) la toma de unas decisiones
que eran humana y éticamente profundamente perturbadoras: porque para una
mínima sensibilidad el ceder al chantaje implicaba comprar la seguridad propia
pagando el precio de la próxima bala de 9 milímetros
parabellum que acabaría con la vida de otro. Cada pequeño empresario, y cada
abogado o médico interpelado por este terror, tuvieron que decidir solos y sin
más ayuda que su conciencia, la línea de conducta a seguir. Y tuvieron que
transitar, muchas veces, a través de humillantes senderos de mediación y
negociación que no hacían sino reforzar una especie de estigma específico. Claro
que las víctimas, sobre todo las de los servidores del Estado, eran todas
invisibles en aquella época para una sociedad vasca incapaz de afrontar el
terror de otra manera que no fuera la del espectador indiferente que asumía
cómodamente como leitmotiv tranquilizadores los de “algo habrá
hecho” o “paga y calla”. Pero las víctimas del terror chantajista, además de
sufrir, tenían que tomar decisiones difíciles que dejarían huellas futuras en
su sensibilidad. Y se sentían abandonados, pues no sólo no existía solidaridad
con ellas, sino que existía expresa insensibilidad. Además del agobio de
percibir al colaborador de ETA en su propio entorno laboral o vecinal.
Sufrimiento humano en bruto, el material con que se construye el proyecto
totalitario.
Y es que, visto el asunto desde hoy, lo que más
llama la atención del estudioso de aquellos años no es sólo lo que sucedió,
sino sobre todo lo que no ocurrió: es clamorosa la ausencia del más mínimo
debate público o institucional sobre los criterios a seguir en el caso de la
extorsión terrorista, sobre los valores en juego, sobre las normas éticas a
aplicar, sobre la forma de ponderar el valor de la seguridad personal y el
disvalor de sostener el terror. Cómo compatibilizar el miedo humano y el valor
cívico. Es el debate que nunca se tuvo, y es curioso señalar que es un debate
que tampoco hoy, ante otro tipo de terrorismo plagado de secuestros
chantajistas, encuentra su lugar en la política, en la opinión o en la justicia
españolas. Nuestros Gobiernos ceden al pago de rescates por cooperantes
secuestrados o tripulaciones pirateadas, y es posible que así deba ser, pero
¿cómo es que nunca se ha debatido sobre ello?
En 2012 (¡nada menos que en 2012!), la Sala de lo Penal del Tribunal
Supremo dictó su primera y única sentencia sobre un caso en que dos empresarias
habían cedido al chantaje. Porque sucedía que, objetivamente considerada, la
cesión al chantaje era y es un delito de colaboración con organización
terrorista que sólo por aplicación de la eximente de miedo insuperable puede
quedar impune. Para lo cual hay que investigar y sopesar las circunstancias de
cada caso. Pues bien, en esa sentencia de 2012, el Tribunal Supremo constata
como dato ciertamente asombroso que no existen precedentes judiciales de
enjuiciamiento o investigación sumarial de pagos de chantajes, a pesar de que
era un dato obvio que desde 1975 se había generalizado la extorsión. Pero en la
maquinaria judicial no existían antecedentes de ello.
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