14 agosto 2018
Sergi Pámies
El luto
como coartada
Las familias de las víctimas de los atentados
del 17-A lamentan haber sido desatendidas por las mismas administraciones que
hoy reclaman unidad y respeto. Con impúdicos equilibrios, los partidos buscan
una tregua de 24 horas que les permita conmemorar la tragedia sin caer en los
errores que sabotearon la manifestación del año pasado. Sería injusto creer que
este esfuerzo no conlleva buenas intenciones y una ofensa a la grandeza de
miles de reacciones anónimas que perdurarán en la memoria de las víctimas y
como una prestación sustitutoria del orgullo ante la atrocidad. Y es en este
ámbito del valor cívico de las reacciones donde sorprende que en un año las
administraciones no hayan encontrado un consenso comunicativo sólido contra la
amenaza real del terror.
En otros países las autoridades se explican y,
aparte de los servicios de emergencia y la policía, que informan con claridad
(como lo hizo el mayor Trapero), se establecen círculos concéntricos de
compromiso que, desde el presidente hasta el alcalde, asumen un liderazgo en la
repulsa. Aquí, en cambio, la política ha interferido desde el principio con
acusaciones y sospechas de parte que, contaminadas por el partidismo, no han
explicado ni el papel del imán ni el rosario de incompetencias relacionadas con
la casa de Alcanar (ahora sabemos que la confusión incluye ayudas sociales y
una dramática impunidad en la ocupación y la piratería energética).
El esfuerzo por blanquear lo que la política
ensució no debería interferir en la conciencia crítica. Por ejemplo: el
Ayuntamiento de Barcelona, que es quien ha actuado con mayor determinación a
favor de la concordia, ha abierto un memorial virtual con una web que cataloga
los 12.000 objetos recogidos tras los atentados. La web tiene valor documental,
pero al mismo tiempo redunda en una atención emocional de molde, narcisista,
inspirada en clichés empáticos de importación propios de una catástrofe natural
o un accidente (como el de lady Di) y en una inercia en la que pesan más las
lágrimas que las decisiones. Peluches, aforismos de dudoso gusto, velas, todo
acaba conmoviendo por acumulación y porque, por suerte, no somos insensibles.
Y, a otro nivel, se mecaniza el sonsonete de la flagelación preguntando
enfáticamente “qué hemos hecho mal” para que unos jóvenes de Ripoll hayan
podido participar en la masacre. Esta reflexión desatiende la atracción
alternativa del mal y el veneno político y social que, vampirizando derechos
democráticos, representa el yihadismo. La flagelación en primera persona del
plural sobre el ángulo ciego de la integración y los peluches deberían ser
compatibles con el esfuerzo categórico de denuncia y pedagogía contra los
principios, la estrategia y el abuso de derechos que cometieron los asesinos y
sus cómplices. Y quien se sienta más cómodo flagelándose sobre hipotéticos
errores o en la coartada exhibicionista de la empatía, que se pregunte por qué
los familiares de las víctimas se sienten dolorosamente desatendidos.
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