17 agosto 2018
El horror en el mosaico de Miró
Mossos y guardias urbanos relatan las primeras horas
vividas después del atentado en La
Rambla
Sergi, un urbano de dos
años de experiencia, atendía, un día como hoy, a unos turistas en Canaletas
cuando oyó un estruendo y vio cómo una furgoneta invadía La Rambla. Dice que el
conductor gritaba “como un loco” e iba tan deprisa que los neumáticos se
levantaron del suelo. Fue el primer agente que avisó por radio: “¡Atentado,
atentado!”. Su compañero,
Joaquín Ortiz, que estaba delante del Liceo, miró Rambla arriba y vio el
vehículo en marcha, arrollando a personas que salían volando por encima del
techo, una pequeña explosión y humo blanco. Sergi y otros dos agentes la habían
perseguido en una carrera de impotencia que acabó súbitamente, porque se
averió, en el colorido mosaico de Miró. El corazón del escenario de un crimen
de 80 metros
de largo en el que se dejaron la vida 14 personas y cientos de heridos.
El mosso José Almendros, Churru,
del escamot 3, de la Comisaría de los Mossos, de Nou de La Rambla , estaba entonces en la Barceloneta tomando
nota de una denuncia de unos jóvenes franceses víctimas de un robo. Los
turistas captaron el mensaje que escupía su emisora. “Con la mirada, me
dijeron”, narra, “'¡Ves, ves!”. Su compañero, Alberto Sánchez, Pesca,
se montaba en la patrulla junto al sargento José González. Enfilaron el tramo
central de La Rambla
y frenaron para no atropellar la avalancha de gente que se les venía encima. La
misma que impidió a Ortiz seguir al terrorista. Y, a partir de ahí, el horror
que aún les generan sollozos, pesadillas y lágrimas.
La vida, cuenta Churru, seguía con una escalofriante
naturalidad en el Paseo Colón, ajeno a la catástrofe. Alberto corrió hacia el
mosaico pensando en vaciar el cargador. No llegó a ver a Younes Abouyaaqoub, el autor de la masacre. La primera
imagen fue una señora sin vida empotrada en la furgoneta y un cochecito bajo
las ruedas. “¡Buff! Miré deseando que no hubiera a nadie. Por suerte fue así”,
dice. Abrió la puerta del copiloto y vio los pasaportes que “queríamos que
encontráramos”. A esa hora, Marc Rovira, de la Comisaria de
l'Eixample, ya había dado un golpe de volante y se topó en la calle Pelai con
taxis en contra dirección. Posiblemente, Abouyaaqoub ya había huido por La Boqueria. Los
camareros del kiosko Universal ya
estaban escondidos en el sótano y Mònica Trias, una quiosquera, refugiada en
una farmacia. La misma escena se repitió en decenas de locales. Ada Colau salía
corriendo de su casa rural pitando para Barcelona.
El centro se convirtió
en una estampida y la tragedia se petrificó en el mosaico. El meandro de La Rambla se estrecha justo
ahí y encima tiene quioscos a ambos lados. Uno no ha vuelto a abrir. Mossos y
urbanos admiten que se olvidaron elmodo
policía y pasaron a
socorrer a los heridos. Muchas de sus armas acabaron manchadas de sangre. No sé
pudo seguir el protocolo que recomienda que nadie se acercara a menos de 200 metros . “Un mando me
dijo que la furgoneta estaba limpia”, admite el sargento. "No lo dije a
los agentes para no bajar la tensión y porque tampoco sabía si había más
explosivos en papeleras, por ejemplo”. La realidad, dicen, era la que era.
"¿Cómo no ayudar a alguien que te estira del pantalón con una pierna
rota?", alega el urbano Ortiz.
Alberto hizo un primer
recuento: una decena de fallecidos. “Lo más duro fue el triaje y ver a quién
podías ayudar y a quien no", dice aludiendo a la escena de un chico que se
quedó junto a su padre ya sin vida. Había cientos de personas. Se necesitaban
muchas ambulancias. No era fácil porque quedaron coches abandonados en La Rambla y algunos, con
matrícula española, tuvieron que sacarlos a pulso. Los franceses sí dejaron las
llaves. Un taxi se quedó tal cual: su taxímetro marcaba por la noche 1.700
euros.
Marc vivía un momento
crítico en Canaletas. Un chico oriental, no sabe si chino o coreano, escapó del
bar Aromas de Estambul, diciendo que dentro había tres
árabes con armas largas. La persiana estaba echada. El dueño, desde dentro, lo
negó pero no podían darle credibilidad por si estaba amenazado. "Hubo una
tensión muy, muy extrema", recuerda Marc. Los GEOs de los Mossos rodeando
el local y, parapetados y armados, obligaron a los clientes a salir del local
con las manos en alto y dejando el móvil en el suelo. Algunos eran musulmanes.
No solo se equivocó el
turista oriental. El sargento cuenta que el supuesto tiroteo de El Corte Inglés
era el desplome de una estantería ni tampoco hubo un francotirador con un
turbante en los tejados. Era un trabajador. El mosaico se desalojó entonces
unos minutos y policías y médicos fueron confinados en los soportales del
Liceu. Alberto se quedó solo parapetado tras de una ambulancia. No le dio
tiempo llegar al teatro. Pero no lo recuerda: “Me lo explicó una compañera. Me
dijo: ‘Te juro que eras tú’”. Los urbanos, pistola en mano, evacuaron La Boqueria y sus peinaron
sus pasillos por donde el terrorista huyó caminando.
Un mosso sufrió un shock al ver a un niño
herido. José Almendros ayudaba entonces a reagrupar a una pareja francesa, con
sus hijos desperdigados, recluida en un portal de la calle de Sant Pau. Renaud,
el padre, que sobrevivió, estaba grave. “Un señor de Israel, que no encontraba
a su mujer y su hija, recogió a uno de los niños y me dijo lo cuidaría. Que no
me preocupara, que en su país están acostumbrados a esas situaciones de
guerra'", explica con la voz rota. Cuando reagruparon a la familia, envió
al turista israelita al hotel. “De un estanco, salió una mujer que dijo ser de
ese país. Le dije que su marido estaba bien. Lloró, me dio las gracias y me
abrazó”.
Durante la tarde, los mossos trasladaron a los heridos menos
graves. Las ambulancias no daban abasto. Alberto hizo una docena de viajes al
hospital del Mar o al CAP Pere Camps. Después, ayudaron a evacuar las tiendas,
previo registro por si el terrorista estaba dentro, y escoltaron a la gente
fuera de La Rambla. Los
testigos que habían visto algo eran conducidos hasta el centro de operaciones,
habilitado en l’Esfera para declarar. “Cuando subíamos las persiana y veían que
éramos policías, parecían que veían Dioses. Es la única que vez que dices:
‘Manos arriba’ y te hacen caso”, explica. “A los niños, les acariciábamos la
cabeza y les decíamos que no hacía falta”, añade Churru.
A las 20.00, Albert y
Marc, amigos y compañeros de promoción, coincidieron. Una mirada, un abrazo y
llanto. “A esa hora ya nos podíamos permitir ese lujo”, dicen. Luego les tocó
luego, relata el sargento, balizar y proteger el largo “escenario de un
crimen”. Un decorado vacío y en silencio. Lo mejor, coinciden, la reacción de
la gente. El Hard Rock les
brindó café, pastas y agua y paquistaníes cajas de agua y fruta. O ver como
compañeros se incorporaron sin preguntar: uno voló desde Granada y otro regresó
desde Soria. La sensación de que el cuerpo se graduó. Y lo peor, vivir con un
recuerdo que pesa como una losa. Alberto espero a este julio a oír el mensaje
que aquél día envío a su familia diciendo que estaba bien y Churru llora cuando recuerda que una mossa de Rubí le explicó que el padre de
Xavi, el niño fallecido, les llevó ellos un cochecito de policía de su hijo. El
juguete sigue allí. Muchos urbanos han recibido asistencia psicológica. Los mossos,
menos. Sus familias, convienen, son las que sobretodo sufren. “La gente a veces
cree que ser policía es de 5.30
a 14.30 es una escenificación y un disfraz que se queda
allí. Y no es cierto”, dice el sargento alusión al horror vivido en el mosaico.
“Te lo llevas a casa”.
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