23 marzo 2016
¿Cómo
reaccionar tras el 22-M?
Los ataques del lunes demuestran que
Bruselas, la capital de la
Unión Europea , se ha convertido en el gran objetivo de los
islamistas radicales vinculados al Daesh.
Por dos razones: porque en esa misma ciudad hay unos
cuantos focos de radicalización, sobre todo en el barrio de Molenbeek, donde
hace unos días se arrestó a Salah Abdeslam, uno de los autores del sangriento
atentado del 13-N de París, y porque allí se concentran las instituciones
europeas, símbolo de la unidad europea, y los valores y derechos europeos.
Tras estos atentados, la reacción más previsible será
cerrar las fronteras nacionales, estrechar las medidas de seguridad y empezar
una operación de busca y captura de los terroristas. Los Farage, Le Pen y Orban
(y Trump desde EEUU) irán más allá y pedirán la no admisión de inmigrantes y
refugiados de Oriente Próximo y la expulsión de los musulmanes que residen en
Europa y que hayan cometido algún acto delictivo, aunque sólo sea robar una
bicicleta. La tentación será replegarse todavía más en el nacionalismo
anti-musulmán y en la protección de los aparatos de seguridad de los estados.
Esta reacción, aunque comprensible, es miope. Es
imprescindible tener una visión más macro para poder analizar el problema en
todas sus dimensiones. Lamentablemente, en los últimos años Europa se está
dando cuenta de manera muy lenta, y a base de golpes y sufrimiento, que la Pax Americana ya no
existe. El poder global americano de finales del siglo XX y principios del XXI
se sustentaba sobre dos pilares. La financialización de la economía y la
seguridad de los aliados. Las guerras de Iraq y Afganistán, la Primavera Árabe y la
guerra de Siria han desacreditado el Pentágono, mientras que la crisis
financiera global ha hecho lo mismo con Wall Street.
Al igual que hicieron en el ámbito financiero y económico
cuando se derrumbó Lehman Brothers, la reacción de los Estados de la UE cuando se enfrentan a un
desafío mayúsculo de la globalización (en este caso el terrorismo de Daesh) es
la de intentar resolver el problema por sí solos. Lo intentarán otra vez, y
volverán a fracasar. A no ser que se quieran limitar ciertos derechos
fundamentales de la Unión
como la libertad de movimientos, la solución solo puede ser europea. Pero para
eso, al igual que pasó con la eurozona cuando se tuvo que enfrentar a la crisis
financiera global, se necesitan una serie de herramientas transnacionales y
supranacionales.
Para empezar, Europa tiene que dejar de depender de EEUU
para garantizar su seguridad. Durante mucho tiempo, bajo el paraguas de la OTAN , los europeos vivimos en
un sueño posmoderno donde la fuerza militar y la geopolítica dejaron de
existir. Es hora de despertar. La vitola de potencia normativa está muy bien
como poder blando, pero la geopolítica existe porque la geografía marca la
política, y eso es lo que está pasando. EEUU no tiene a Rusia y a Oriente
Próximo al lado. Nosotros, sí. Por lo tanto, por mucho que nos apoye Washington
(y cada vez lo hará menos porque su preocupación es el poder de China en Asia),
vamos a ser nosotros los que tengamos que arreglárnoslas con los vecinos. Esto
no quiere decir que haya que emular la bravuconería de Putin, pero sí que
tenemos que estar preparados para lo que venga.
¿Cómo podemos hacernos fuertes? La palabra de moda entre la
comunidad de expertos que está elaborando la nueva estrategia global de la UE sobre política exterior y de
seguridad es: resiliencia. O sea, que la
UE tiene que saber fortalecerse y adaptarse al nuevo
contexto. Ésta es, sin embargo, una actitud pasiva que se centra sobre todo en
la seguridad. Hace falta una estrategia más proactiva. Como aclara Sven Biscop,
experto belga sobre estos temas, "la seguridad, la prosperidad y la
libertad están intrínsecamente entrelazadas. Si no hay igualdad en términos de
prosperidad y libertad, no habrá seguridad estable -y viceversa-, si la
seguridad no está garantizada no habrá libertad y la prosperidad no servirá de
nada".
La propuesta de Biscop de centrarse en la igualdad es
interesante porque vertebra tanto la acción domestica como exterior de la UE. Es decir, combina lo
local con lo global. A nivel exterior, en vez de promover la formación de
democracias (un objetivo loable pero tachado de paternalista), la UE debería centrarse en
conseguir algo más práctico: mayor igualdad de los ciudadanos de los países de
la vecindad (pero también en Rusia y China) a la hora de disfrutar de
seguridad, prosperidad y libertad. Ésos son valores universales, asentados en
Europa, que muy pocas personas en el mundo rechazarían. La política exterior de
la UE debería ir
por ahí, y si hay evidencia de que estos derechos son violados, denunciarlos,
aplicar sanciones y en último caso (sobre todo en la vecindad) tener la
capacidad de intervenir militarmente.
Sin embargo, Biscop también aclara, que el respeto por la
igualdad tiene que empezar en la
UE. En los últimos años, con la crisis del euro y la de los
refugiados, la sensación es que el principio de igualdad y solidaridad se está
agotando. Si algo diferencia Europa del resto del mundo (y por eso sigue siendo
atractiva) es porque el estado de bienestar debería garantizar a todos igualdad
de seguridad, prosperidad y libertad. En muchos ámbitos, y sobre todo con la
población musulmana, esto no se está dando. En Bélgica a los 16 años se dividen
los alumnos según sus notas. Muchos hijos de emigrantes acaban en las escuelas
de tercera categoría (las profesionales) y forman guetos. Los que sacan el
título (si lo consiguen) tienen difícil conseguir un trabajo por su apellido.
Esto es un caldo de cultivo para la radicalización.
Después del 22-M de Bruselas el foco estará otra vez en
reforzar la seguridad. Algo absolutamente necesario. Lograr una mayor
cooperación policial transnacional ya sería un gran paso. Pero no podemos ser
miopes. La seguridad no se sostiene sin igualdad de acceso a la prosperidad y
libertad, y eso vale tanto fuera como dentro de Europa.
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