24 marzo 2016
Lo peor no es el terrorismo, sino
nuestra reacción a él
Políticos paranoicos,
periodistas emocionados... los reclutadores del ISIS estarán maravillados por
cómo hemos respondido a su atrocidad en Bruselas
Pensemos como el enemigo. Supongamos que soy un terrorista
del Estado Islámico. No me encargo de las bombas y las balas, dejo el trabajo
sucio para los locos de base. Mi trabajo es lo que pasa después. Es convertir
la matanza en consecuencias, los cadáveres en política. Soy terrorista
ejecutivo. Llevo traje, no explosivos. Un vestíbulo manchado de sangre es un
medio para un fin. El fin es el poder.
Esta semana he tenido otro éxito. He convertido un
miserable acto psicopatológico en una acción que evoca a la guerra, aterroriza
a la población e influye en la política. He llevado a un continente al shock.
Políticos famosos han dejado todo a un lado para rociarme con clichés. Personas
con corona me han inundado de odio glorioso.
Mido mi éxito en páginas de periódico y horas de
televisión, en subidas de presupuestos de seguridad, recortes de libertades,
reformas legales y –mi objetivo final– musulmanes perseguidos y reclutados para
nuestra causa. No trafico con acciones, sino con reacciones. Soy un manipulador
de la política. Trabajo con las estupideces de mis supuestos enemigos.
Los libros sobre terrorismo definen sus efectos en cuatro
fases: primero el horror, después la difusión, luego los grandes discursos
políticos y, por último, el cambio político culminante. El acto inicial es
banal. Las atrocidades de Bruselas se ven casi a diario en las calles de
Bagdad, Alepo y Damasco. Los misiles occidentales y las bombas del ISIS matan a
más inocentes en una semana de los que mueren en Europa en un año. La
diferencia es la respuesta de los medios. Un musulmán muerto es un perro con
mala suerte en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Un europeo
muerto es una noticia de portada.
Este martes, los informativos de televisión se comportaron
como sargentos de reclutamiento del ISIS. Su exageración no tenía límites, y la
de la mayoría de periódicos tampoco en este caso. La BBC envió al presentador Huw
Edwards a Bruselas. Mostró el horror de forma continua durante 24 horas,
apoyándose en las palabras "pánico", "amenaza" y
"terror". Los testimonios de la gente se regodeaban en sangre y
tripas. Un reportero se montó en las escaleras mecánicas del metro de Londres
para mostrar posibles objetivos futuros, para asustar a la gente que salía de
los trenes. Era el sueño de cualquier terrorista.
Sobre esa base, los políticos entraron en escena. El
presidente francés, Hollande, declaró que "toda Europa ha sido
golpeada", amplificando el crimen del ISIS. Su popularidad aumentó de
inmediato.
David Cameron se sumergió en su búnker Cobra y anunció que
Reino Unido "afronta una amenaza terrorista muy real". Ahora un
atentado es "altamente probable", según los servicios de seguridad.
Las banderas ondean a media asta. La torre Eiffel está adornada con los colores
belgas. El presidente Obama interrumpe su visita a Cuba para manifestar su
"solidaridad con Bélgica". Donald Trump dice que "Bélgica y
Francia se están desintegrando literalmente". Es difícil imaginar qué
podría promocionar la causa del ISIS con mayor efectividad.
Osama bin Laden pretendía con el 11-S mostrar los países
occidentales como inútiles y paranoicos, y su liberalismo como una farsa
superficial fácil de romper. Con unas cuantas explosiones, sus pretensiones se
caen y se vuelven tan represivos como cualquier Estado musulmán.
El martes por la noche, esta histeria estaba ya en su
máximo esplendor cuando llegó el lobby de la seguridad. El snoopers’
charter ( decreto espía, apodo que recibe la
legislación propuesta por el Gobierno británico para obligar a las empresas de
telecomunicaciones a almacenar cierta información de sus usuarios durante un
año) fue elogiado como algo vital para la seguridad nacional, a pesar de la
oposición que recibe continuamente tanto en el Parlamento como por parte de los
expertos en inteligencia.
Este mes, el exdirector técnico de la NSA Bill Binney se burló
en The Times del poder "increíblemente intrusivo" de interceptación
sin objetivos concretos que otorgaría esa normativa. El historial de navegación
de cada ciudadano estará pronto en manos del Gobierno, vulnerable de ser hackeado por
cualquier comerciante o extorsionador.
Bajo la estrategia Prevent del Gobierno, las universidades
y escuelas deben desarrollar programas para contrarrestar "el extremismo
no violento, que puede crear una atmósfera conducente al terrorismo". La
burocracia será impresionante. Se está diciendo que los colegios de educación
primaria están pidiendo a los niños que se espíen unos a otros en busca de
"comportamientos sospechosos". Lo mismo deben hacer los pasajeros de
los trenes Virgin, como se les pide después de cada estación. Inglaterra se
está volviendo la antigua Alemania del Este.
El bando del Brexit, en la persona del líder del UKIP,
Nigel Farage, defiende que Bruselas demuestra la necesidad de abandonar Europa.
La ministra del Interior, Theresa May, dice lo contrario: que los terroristas
se desplazarían con libertad porque se tardaría 143 días en procesar muestras
de ADN de terroristas, mientras que en la
UE son 15 minutos.
Reaccionar a los actos terroristas de otra manera, de una
forma que no beneficie al terrorismo, puede parecer difícil. Un medio libre
siente el deber de informar sobre los hechos, del mismo modo que los políticos
sienten el deber de demostrar que pueden proteger a la sociedad. Que sea
difícil mantener el control no es excusa para promover activamente el terror.
Todos los implicados en la reacción de esta semana, de los periodistas a los
políticos pasando por los lobistas de la seguridad, tienen intereses en
el terrorismo. Se puede hacer dinero, mucho dinero: cuanto más terrorífico se
presente, más dinero se hace.
Podemos responder a los hechos de Bruselas con solidaridad
tranquila y solemne, con velas y silencios. Minimizar algo no es ignorarlo. Los
terroristas tienen objetivos específicos: utilizar sus atrocidades por una
causa política. No hay ninguna defensa sensata en una sociedad libre contra la
atrocidad. Pero sí hay una defensa contra sus objetivos: evitar la histeria,
mostrar precaución y algo de valentía, no la caída de Cameron en el pánico
público. No se trata de cambiar leyes, ni de invadir libertades, ni de
perseguir musulmanes.
Durante las campañas más peligrosas y constantes de
bombardeos del IRA en los años 70 y 80, los gobiernos laboristas y
conservadores insistieron en tratar el terrorismo como algo criminal, no político.
Confiaron en la Policía
y en los servicios de seguridad para proteger frente a una amenaza que nunca
podría ser eliminada, solo disminuida. En general funcionó, y sin daños
excesivos a las libertades civiles.
Quienes viven en libertad saben que esta tiene un precio,
que es un cierto grado de riesgo. Pagamos al Estado para que nos proteja, pero
con serenidad, sin fanfarronerías ni espectáculos constantes. Sabemos que, en
realidad, la vida en Reino Unido nunca ha sido más segura. Que algunos hagan
como si ocurriera lo contrario no cambia ese hecho.
En su admirable manual Terrorism: How to Respond ( Terrorismo: cómo responder), el investigador de Belfast
Richard English no define la amenaza a la democracia como el "peligro
limitado" de muerte y destrucción, sino como el peligro de "provocar
respuestas del Estado imprudentes, extravagantes y contraproducentes".
La amenaza de Bruselas no radica en el terror, sino en la
reacción al terror. Es la reacción lo que deberíamos temer. Pero la libertad
nunca sale de un búnker Cobra.
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