03 mayo 2015
El dolor y las secuelas del terrorismo se heredan
Alejandro Ramos fue el lunes a la Audiencia Nacional
a enfrentarse cara a cara con los etarras del comando Bellotxa que asesinaron
en Mondragón a su padre, guardia civil, el 8 de junio de 1986. Tenía entonces
cinco años. 29 años después se sabe que fue Bolinaga quien apretó el gatillo y
ahora, tras solventarse un cúmulo de errores judiciales encadenados, se ha
juzgado a los colaboradores del etarra que «mataron a mi padre y destrozaron a
mi familia». «Mi madre estaba entonces embarazada de cinco meses. Se sintió
sola, muy sola en el abismo, en un pozo de dolor tan profundo que mi hermano
nació antes de tiempo con un autismo severo e hiperactividad... No lo soportó.
Recuerdo perfectamente que el 11 de febrero de 2007 me dejó escrita una nota
antes de quitarse la vida en la que me decía: “felicidades, hijo”. Tres días
después, justo el día de mi
cumpleaños, enterraba a mi madre».
Alejandro recuerda de su infancia el cabecero de la
cama con marcas de tiros de bala. Los años más duros del terrorismo «eran como
vivir en primera línea de batalla. La gente dice que la infancia es una de las
partes más bonitas de la vida porque tienes más posibilidades de ser feliz,
pero mi vida ha sido un calvario de malas amistades y relaciones que me le
llevaron a coquetear con las drogas. He sentido rabia, miedo, tristeza pena... No he sabido ni lo que sentía... E
incluso no he querido vivir más».
Sufrió falsas acusaciones de malos tratos de la
pareja con la que tuvo a su hijo Airam, que ahora tiene seis años. La madre del
niño desapareció y ahora Alejandro es para él toda su familia.
Su vida podría haber sido muy diferente si unos
desalmados no se hubieran cruzado en la vida de su familia para echarla a la
deriva. «No quiero venganza, pero
no perdono porque he pagado un precio muy alto».
Ahora más que nunca Alejandro es consciente de que el duelo y las secuelas del terrorismo
se heredan. Su caso es un ejemplo de tres generaciones de dolor, la herencia de
tres décadas de terror en el que ha reparado la Universidad Camilo
José Cela, creadora de un proyecto pionero en España y Europa con el que
colabora la
Fundación Víctimas del Terrorismo y que trabaja la gestión psicosocial y emocional de
jóvenes afectados por el terrorismo. También
se está utilizando como guía en la prevención de la radicalización yihadista.
El proyecto, que recibe el nombre de Campus de Paz, pretende que las víctimas recuperen capacidades
que parecían perdidas por el trauma que han vivido. A través de espacios educativos y
talleres lúdicos adquieren técnicas y métodos para desarrollar valores sociales
y gestionar sus sentimientos.
«Las secuelas del terrorismo se perpetúan porque los
familiares transmiten sus depresiones, sus miedos, sus odios y sus rabias a las
generaciones siguientes. A los
niños y jóvenes que han sufrido una acción terrorista no se les ha enseñado a
manejar esos sentimientos. Crecen en hogares marcados y desestructurados por
los atentados, donde todos sus miembros padecen alteraciones y heredan
conductas postraumaticos. Para
ellos hay un antes y un después difícil de asimilar porque disponen de menos
recursos psicológicos para comprender y poner palabras a lo sucedido», explica
Ignacio Sell, director de Campus de Paz. De ahí que el proyecto nazca con la
vocación de «dar herramientas a los niños para que gestionen de manera correcta
sus emociones y conozcan en profundidad los procesos por los que ha pasado su
familia».
Con los menores el trabajo es dinámico. A través de
actividades lúdicas los expertos
son capaces de detectar las deficiencias emocionales que tienen sin necesidad de someter a los niños a
un test. Uno de los juegos consiste en escribir en un papel un miedo y
arrojarlo mientras te deslizas por una tirolina. «Se trata de emplear técnicas
que ayudan a poner nombre a las emociones y que generan mayor confianza en sí
mismo», dice Sell.
Los niños pintan rascacielos en los que califican
las emociones en un piso o en otro dependiendo de sus vivencias. Ejercicios
como éste, entre otros, han permitido a los expertos de la Universidad Camilo
José Cela observar el desarrollo emocional dependiendo del atentado: «A las víctimas de ETA les cuesta
mucho cerrar sus heridas ya que la presencia de los hechos es muy constante, cotidiana. Para muchos son
interminables los procesos de reparación y mantienen vivos sus traumas durante
larguísimos periodos de tiempo. Son expuestos permanentemente a lo que les ha
acontecido, detalles y circunstacias que por necesidad deben recordar una y
otra vez... Es como si
diariamente tuviéramos que pasar por la misma curva de la carretera en la que
se estrelló nuestro ser querido». Con respecto a las víctimas del 11 de marzo
esta circunstancia no está presente de manera tan incisiva. «El propio azar en
sus vidas cotidianas supone para ellos motivo de inquietud. Su trauma, bien por
haber perdido a un ser querido, quedar incapacitado o simplemente haber
sobrevivido a la masacre, se deriva de una circunstancia tan espontánea y
sorpresiva que les limita enormemente su capacidad de integración social ya que
esperan la desgracia a la vuelta de la esquina», dice el director de Campus de
Paz.
Con las víctimas adultas el grado de daño emocional
está más arraigado. «Hacemos reuniones formales aunque más dinámicas; con
algunos el trabajo es más dificultoso porque los días malos suelen prevalecer
sobre los satisfactorios, incluso con graves consecuencias; otros, sin embargo,
muestran un trabajo previo muy sólido que ha favorecido que su grado de
resistencia sea muy favorable. Este grupo de “posgrado” es un ejemplo de
superación. Entre ellos han constituido un grupo unido emocionalmente y se
apoyan unos a otros».
Alejandro acude con su pequeño Airam al campus
siempre que puede. «Nunca había hecho terapia en grupo, pero me siento lleno.
Sé que no voy a salir totalmente curado de mi dolor, pero he conocido a varias
personas que me entienden porque han sentido lo mismo que yo; he aprendido a
relajarme y, sobre todo, a afrontar la vida cotidiana de otra manera. En Campus de Paz nadie habla ni de ETA
ni de Al Quaeda...Ahora vivo con mi hijo la infancia que me robaron».
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