28 mayo 2015 (24.05.15)
Rekarte
Insultar a los
reinsertados resulta tan indecente como humillar a cualquier conciudadano.
A sus 19
años, en 1991, Iñaki Rekarte Ibarra se desenganchó de la farlopa e inició una
breve carrera criminal en las filas de ETA. El 19 de febrero de 1992 hizo estallar
un coche-bomba cargado con ciento veinte kilos de amonal en la calle La Albericia de Santander,
al paso de una furgoneta de la Policía Nacional. La explosión produjo heridas de
diversa consideración a los dos ocupantes del vehículo y a quince transeúntes.
Mató a otros tres: a un matrimonio que dejó huérfanos a dos adolescentes sólo
algo más jóvenes que Rekarte y a un hombre de 28 años. Apenas un mes después
del atentado, sus autores fueron detenidos.
El 19 de
noviembre de 2013, tras la anulación de la aplicación retroactiva de la
doctrina Parot, Rekarte fue puesto en libertad. Había cumplido una décima parte
de la condena que se le impuso (203 años de prisión). En la cárcel se había
desvinculado de ETA, optando por la llamada «vía Nanclares». Hace unos días se
puso a la venta su libro Lo difícil es perdonarse a uno mismo (Editorial
Península) y, con tal motivo, ha sido entrevistado en diversos medios de
prensa.
He leído
el libro de Rekarte, intrigado por las indignadas reacciones de algunos amigos
míos a su campaña de promoción. No me ha parecido escandaloso. Si acaso,
tristemente innecesario. Salvo rarísimas excepciones, las palinodias de
terroristas no han producido obras memorables. Como sucede con todo género
autobiográfico, no basta que el autor sea sincero. Debe ser inteligente, lo que
no es el caso de Rekarte, que pretende suplir con sentimentalismo un penoso
déficit de discernimiento y capacidad analítica. Le sobra, en cambio, moralina
emocional y, lo que es peor, autocompasión. Defectos muy evidentes cuando se
compara el resultado con la devastadora autocrítica del terrorismo nacionalista
en autores como el antiguo miembro del IRA Sean O’Callaghan o los vascos Mario
Onaindía y Eduardo Uriarte Romero.
Pero es
que el tipo humano del etarra de los años de la democracia ha sido muy distinto
del que predominó en los tiempos del franquismo. No me refiero –o no
únicamente– a diferencias morales, sino a una degeneración cultural innegable.
Los etarras de la generación de Rekarte eran ya el resultado de una
brutalización de la subcultura juvenil vasca a consecuencia, precisamente, de
la persistencia de la violencia abertzale. El kalimotxo y la kaleborroka habían
apagado la luz del entendimiento. Si no se hubiera señalado antes, sería un
mérito de Rekarte haber dado testimonio de la afluencia a la ETA crepuscular de lo peor de
cada casa o caserío, pero ni en esto se pasa de original.
Sin
embargo, con toda su cursilería y su narcisismo a cuestas, Rekarte ha hecho
bastante más por la reconciliación y la convivencia cívica que la mayoría de
sus camaradas de antaño, y eso es precisamente lo que me irrita de los ataques
que viene recibiendo por parte de enemigos más o menos probados de ETA, entre
los que se cuentan amigos míos: el hecho de que se encarnicen más con él que
con los exetarras que se proclaman orgullosos de sus delitos pasados, como los
noventa y tres del manifiesto de esta semana, sin ir más lejos. Rekarte no me
cae simpático. No me iría con él de copas, pero, si lo tuviera por vecino, lo
saludaría al cruzármelo o le devolvería el saludo. Y, por supuesto, lo
defendería contra cualquier tentativa de linchamiento moral (o físico, si se
terciara). La mayor parte de las opiniones que expone en su libro me parecen
sencillamente erradas y banales, pero no son las de un terrorista, y humillarlo
porque lo fue en otro tiempo resulta tan indecente como pintar dianas en la
puerta del adversario político.
Opinión:
Ayer me ví
con un buen amigo vasco, muy conocedor de la realidad social en Euskadi, y me
recomendaba ayer miércoles este artículo.
Y tenía razón.
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