04 septiembre 2017
Barcelona
recordará con tristeza este verano del 2017.El terrible atentado en
el corazón de la ciudad permanecerá para siempre en nuestra memoria
y la respuesta colectiva será recordada como ejemplo de una
ciudadanía sólida y madura. Este verano también ha sido muy duro
para el gobierno de Barcelona. Las crisis que se sucedieron antes del
atentado tensionaron la gestión municipal pero el ataque terrorista
fue la horrible guinda de un estío horribilis. A todos los gobiernos
noveles les llega el día en que maduran de golpe para afrontar un
asunto imprevisto que pone a prueba al líder más preciado. Algo así
es lo que le ha sucedido al equipo de la alcaldesa Ada Colau que se
fue de vacaciones pensando que uno de sus momentos más complicados
sería el papel que el Ayuntamiento de la capital catalana tendrá en
el referéndum del 1-O.
Pero
la cruda realidad superó cualquier previsión. Mientras se vivían
eternas colas en los controles de acceso del aeropuerto, llegó el
primer aviso con el asalto a un bus turístico por parte de cuatro
encapuchados de las juventudes de la CUP. Este irresponsable e
impresentable ataque saltó a las portadas de diarios internacionales
y culminó una lluvia fina de turismofobia alentada desde las propias
filas de los comunes en el Ayuntamiento barcelonés. Por mucho que la
propia alcaldesa intentara cambiar el rumbo del bumerán que en su
día lanzó contra el turismo, el mal estaba hecho. Aquel grave
incidente provocó una crisis con los sectores turísticos que
reclamaron ala alcaldesa el cese de las políticas turismofóbicas.
Colau atemperó el ambiente hostil pero no impidió que, por primera
vez en la historia del Ayuntamiento, se convocara una comisión
extraordinaria en pleno mes de agosto para aclarar, sin éxito, la
actuación en torno al asalto al bus turístico.
A
esa crisis le siguieron la manifestación de la Barceloneta que
continúan quejándose tres años después de la gestión del turismo
en el barrio y el clamor de los vecinos del Raval contra los
narcopisos, otro escándalo mayúsculo que afecta gravemente la
convivencia. Este suma y sigue de incendios vecinales quedó en un
segundo plano cuando apareció la maldita furgoneta en la Rambla. Y
ahí se produjo la inflexión. Mientras la ciudadanía gritaba “No
tinc por”, hubo una Barcelona que temblaba por el efecto que la
matanza pueda tener en la gallina de los huevos de oro del turismo.
La desgracia reconcilió a la alcaldesa con los representantes de un
sector turístico que estuvo a la altura en la gestión de las
consecuencias del atentado. Y en este contexto, ambos se reunieron
para evaluar la posible caída de visitantes como pasó en París.
Cómo
son las cosas. En tiempo récord, la turismofobia quedó superada por
la solidaridad y el carácter conciliador que siempre ha
caracterizado a Barcelona. Es cierto que no hay que ser ingenuo para
creer que la tragedia de la Rambla será la medicina que curará el
mal rollo entre el Ayuntamiento y la industria turística, pero ha
resituado el conflicto de forma que unos y otros tienen una nueva
oportunidad de reconducir la situación con el espíritu de
colaboración del que tantas veces ha hecho gala Barcelona. Sería
una buena manera de iniciar el curso con optimismo que buena falta
nos hace
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