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septiembre 2017 (08.09.17)
Terror, política, moral
Es legítimo y hasta estético
sostener que la búsqueda de rédito político de un atentado está mal, pero lo
cierto es que ha ocurrido casi siempre
Joan B. Culla i Clarà es historiador
Las
bombas de Atocha estallaron tres días antes de unas elecciones generales. Pero
nadie sensato propuso suspender los comicios ni congelar la política; de hecho,
aquellas tres jornadas se cuentan entre las de más intensa politización de la
historia de España. Los ataques contra el transporte público de Londres, en
julio de 2005, se produjeron horas después de haberse concedido a la capital
británica la organización de los Juegos Olímpicos de 2012. Sin embargo, a nadie
se le ocurrió que, como respuesta al terror, hubiese que renunciar a los
Juegos. En noviembre de 2015, en París, los asesinos de la sala Bataclan
invocaron, antes de abrir fuego, los bombardeos aliados sobre el ISIS en Siria
e Irak. Pero, en vez de suspenderlos, el presidente Hollande ordenó intensificarlos.
Como
afirmaba aquí mismo Víctor Lapuente el pasado día 22, “en una democracia, la
política debe permanecer blindada al terrorismo”. Así ha sido en todos los
países de nuestro entorno, y así se nos ha conminado siempre a que fuese:
¿cuántas veces hemos escuchado que los terroristas no cambiarán nuestras ideas,
nuestro estilo de vida, nuestro voto? Entonces, ¿por qué el 17-A barcelonés
debería haber llevado al gobierno Puigdemont a aparcar su plan independentista
y centrarse en “los problemas reales de los catalanes”? ¿No es real un problema
que, desde 2012, ha
movilizado repetidamente —en las calles y/o en las urnas— a más de dos millones
de personas?
Los
brutales atentados de este verano en Cataluña han dado pie a muchos dislates.
Verbigracia, la peregrina teoría según la cual el terrorismo islamista
aprovechó “la guerra institucional” para golpear en Barcelona. Y en Berlín, en
Londres, en Niza, en Bruselas..., ¿qué guerra institucional había? Es obvio que
fue la potencia, la notoriedad internacional de la marca Barcelona aquello que
la convirtió en objetivo. Y, agrade o no, la resaca del 17-A se ha movido
también dentro de los parámetros habituales en estos casos.
Es bien
legítimo y hasta altamente estético sostener que la búsqueda de rédito político
de un atentado está mal, pero lo cierto es que resulta inevitable y ha ocurrido
casi siempre; el PP del 11-M (que era ya el de Rajoy, ¿no?) podría escribir
sobre ello un grueso tratado, aunque al final el tiro le saliese por la culata.
¡Hubo banderas y pancartas en las manifestaciones de duelo, qué vergüenza!,
claman las presuntas vestales de turno. La historia europea de los últimos
lustros está llena de ellas, y supongo que, en Barcelona, eran tan lícitas —o
estaban tan fuera de lugar— las esteladas como las rojigualdas que enarbolaba,
entre otros, la delegación de Societat Civil Catalana. En fin, hemos tenido una
colisión verbal entre periodistas y responsables políticos. ¡Menuda novedad!
Algunos todavía recuerdan el día en que Federico Trillo le echó despectivamente
una moneda de dos euros a una redactora que le resultaba incómoda..., y fue
premiado después con la embajada en Londres.
Si los
comportamientos de los actores políticos e institucionales durante estas
semanas convulsas han sido, pues, de lo más previsible, ¿por qué tanto ruido y
escándalo contra la actuación del independentismo? A mi juicio, no porque este
mantenga su agenda política (¿acaso Rajoy ha cambiado la suya?), sino porque
los contenidos de esa agenda se perciben como intrínsecamente inmorales y, por
tanto, merecedores de ser barridos o sacrificados ante una inmoralidad mayor
(la matanza de La Rambla ).
Erróneos,
ilegales, anticonstitucionales, descabellados, divisivos, empobrecedores,
catastróficos..., todo esto también. Pero, sobre todo, los objetivos del
independentismo catalán le resultan a una grandísima parte de la opinión
política, mediática y pública en España inmorales; es decir, perturbadores del
orden natural de las cosas. Uno de los rasgos más llamativos de la respuesta
global al “desafío secesionista” desde 2012 —un rasgo más agudo a medida que el
“desafío” no reculaba— ha sido la incapacidad para entenderlo como un reto
político al que se debía responder políticamente; y, por tanto, la tendencia a
interpretarlo como una herejía, un sacrilegio, un crimen, un pecado que es
preciso reprimir y castigar, no resolver. En El Mundo de
anteayer, un reportero afirmaba (sic) que “Puigdemont no tiene alma”; o sea, que es un
desalmado...
Será cosa
de la edad, pero me admira ver a gentes descreídas e izquierdistas de toda la
vida compartir con el ultra cardenal Cañizares la tesis de que la unidad de
España es un bien moral.
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