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septiembre 2017 (17.09.17)
“Pablo, cariño, marcha
tranquilo que los Mossos ya han cogido a tu asesino”
Los padres y el
hermano de la víctima número 15 del atentado homenajean al joven
“No sé si alguna vez te has visto en algo parecido”. Me lo preguntó
el sábado Guillermo Pérez, camino de la estación de tren de Vilafranca del
Penedès.
No. Es difícil que un suceso ya tan terrible como ser víctima
de un atentado terrorista tenga
las connotaciones de incertidumbre y crueldad que sufrieron la familia de Pau
Pérez, sus padres, su hermano, su abuela, su prima, sus tíos, sus
amigos… Pau, el mayor de Conchita y de Jose Mari, fue oficialmente reconocido
la víctima número 15 de los atentados de Barcelona días después de haber sido asesinado
por Younes Abouyaaqoub.
El joven de 34 años no estaba esa tarde en la Rambla. El destino, la
desdicha, la mala suerte… todo eso quiso que aquel jueves 17 de agosto Pau
decidiera a última hora acercarse con su Ford Focus blanco hasta Barcelona para
encontrarse con unos amigos, cooperantes como él, en las fiestas de Gràcia.
Estacionó en la
Zona Universitària para moverse después en metro. No tuvo
opción de bajarse del coche. Debió de pensar que aquel joven le iba a robar.
Intentó resistirse. Se defendió. Pero su asesino iba armado, le apuñaló y le
abandonó poco después en su coche, frente al edificio Walden de Sant Just
Desvern.
El relato de cómo sucedieron aquellos terribles momentos se puede
rehacer ahora del tirón, colocando una palabra tras otra, sin lapsus, ni
preguntas sin respuestas, ni interrupciones. Pero aquellos días no. En esas
jornadas, la falta de respuestas se hizo un hueco inmenso junto al dolor.
Pau, Pablo como lo llaman y quieren los suyos, había pasado nueve
días con sus padres en Benicàssim, en casa de la hermana de su madre, y muy
pegado a su abuela Paula, a la que prometió organizar en octubre una gran
fiesta para su 90.º cumpleaños. Su hermano Guillermo había regresado a
Barcelona unos días antes, para empezar a trabajar. Aquel 16 de agosto jugaba
el Barcelona contra el Madrid, y el futbolero de Pablo volvió a Vilafranca para
ver la final de la Supercopa
por televisión con un amigo. Aún vivía con sus padres, llevaba un par de años
trabajando en una empresa auxiliar de la Seat y seguía durmiendo en su pequeña cama de
estudiante, en un cuarto con las estanterías abarrotadas de libros, trofeos de
sus años de futbolista y un montón de recueros de sus viajes por medio mundo.
¡Cuánto le gustaba viajar!
Ese jueves se despertó tarde. Telefoneó a su padre y debió de
comer algo en casa. Un amigo que había conocido en uno de sus viajes de
cooperante le comentó que había quedado con otra gente en las fiestas de
Gràcia. Y se apuntó.
Mientras él viajaba hacía Barcelona, Younes Abouyaaqoub inundó de
sangre y dolor la Rambla.
Eran las 16.56 horas. Cuando trascendió que el atropello
había sido un atentado terrorista, Pablo respondió algunos mensajes. El amigo
con el que había quedado le escribió para decirle que entraba en el metro, y
Pablo respondió que acababa de aparcar en la zona universitaria.
“Envié un mensaje a mi hijo para ver si estaba bien. Lo leyó, pero
no me respondió”, recuerda Conchita. En ese momento estaban más pendientes de
Guillermo, que trabaja y vive en Barcelona. Pero enseguida el pequeño llamó a
sus padres para tranquilizarles. “Algo pasaba con mi hermano. Lo notaba. Tenía
el teléfono apagado, y era muy raro que no me hubiera llamado para preguntar
cómo estaba yo”. La madre pensó que “como tantas otras veces” el móvil de su
hijo se habría quedado sin batería.
Aquellos primeros instantes los pasaron como todo el mundo,
enganchados a las noticias de lo que pasaba en Barcelona. Conmovidos por el
dolor por aquellas víctimas de la
Rambla y con el convencimiento de que Pablo estaría con algún
amigo en la playa, en Vilanova.
Minutos antes de las 7 de la tarde, un Ford Focus blanco se saltó
un control policial en la
Diagonal , arrollando y dejando malherida a una mossa. Se
estremecieron.
“Mi hijo no podía ser. Pero no entendía por qué nadie sabía dónde
estaba y cómo podía tener aún el teléfono apagado”. Guillermo estaba
desesperado. “Tenía la sensación de que algo no iba bien”. No podía seguir en
casa, sin saber dónde estaba su hermano, así que decidió acercarse a la Rambla. Quería
preguntar. Quizás su hermano había decidido ir al centro y era uno de los
heridos. Mientras tanto, en Benicàssim, sus padres empezaron a llamar a los
hospitales.
Nadie sabía nada. Guillermo recibió entonces una llamada. Un mosso
le preguntó si era el hermano de Pablo Pérez, si sabía algo de él. El coche que
se había saltado el control en la
Diagonal era el suyo. Conchita no se lo podía creer. “Me
aferraba a la idea de que no podía ser mi hijo, porque él nunca se hubiera
saltado un control. Ni mucho menos hacer daño a un policía. Entonces pensé que le
habrían robado el coche, que lo tendrían secuestrado. Mi cabeza empezó a tramar
historias para calmarme”.
En ese momento reinaba la confusión. Había habido un atentado, el
terrorista seguía huido y en el interior de un Ford Focus había un hombre
muerto al que los mossos no podían acercarse hasta que los artificieros
comprobaran que no había riesgo. Guillermo regresó al piso que comparte con
unos amigos de Vilafranca a esperar. Y su madre le pidió que descansara. “Le
dije, me pongo el despertador a las 3 y ya verás como ha sido una confusión. A
esa hora, seguro que Pablo está durmiendo en casa”.
A medianoche, un grupo de mossos fue a buscar a Guillermo al piso
de Barcelona, le contaron que su hermano había fallecido y le acompañaron hasta
la comisaría del Eixample. “Aún no podían relacionar su asesinato con el
atentado de la Rambla
y empezaron a hacerme preguntas sobre Pablo”.
A las 3 de la mañana, unos minutos antes de que sonara el despertador
que debía despertar a Conchita, Guillermo le telefoneó. No le hizo falta
hablar. “Cuando vi la llamada, a esas horas, me temí lo peor”. Regresaron
corriendo a Vilafranca.
Los Mossos les pidieron que no estuvieran pendientes de las
noticias, que trataran de aislarse de todo lo que se estaba diciendo. Pero era
difícil. Y así es como sufrieron más, si era posible sentir más dolor, cuando
les contaban que se publicaban teorías infundadas sobre su hijo. Desde ese
momento, un grupo de mossos de la región policial metropolitana sur, Cristina,
Alex, Pilar, Oscar… les prometieron que acabarían descubriendo la verdad y
quién había matado a su hijo. “Unas veces escuchábamos decir que no había
relación con el atentado, otras que quizás si… era horrible porque Pablo no
estaba y nadie sabía decirnos qué había pasado”. Pero en su interior, en el
poco espacio que la tristeza dejaba para pensar, los padres siempre supieron
que el asesinato de su hijo estaba relacionado con los atentados. Que no podía
ser de otra manera. Y cuando días después, que se escribe pronto pero hay que
vivirlos, el jefe de la investigación les confirmó en el comedor de su casa que
su hijo había sido otra víctima de los atentados y que lo asesinó Younes
Abouyaaqoub en su huida, ellos sólo quisieron hacerle una pregunta: “¿Sufrió?”.
“No, les doy mi palabra de que no”.
A Pablo le despidieron el lunes siguiente, por la tarde, en una
ceremonia multitudinaria en la que se volcaron todos los vecinos y los amigos
de Vilafranca, y la familia que llegó de Navalmoral de la Mata y Tórtoles de Esgueva.
Conchita y Jose Mari pidieron estar un rato a solas con su hijo, antes del
funeral. “Le estaba besando, abrazando, hablando cuando alguien entró diciendo
que habían detenido a su asesino”. La madre le agarró por los brazos, le
zarandeó con todo el cariño y le dijo: “Pablo, cariño, marcha tranquilo que los
Mossos ya han cogido a tu asesino”. Cuando el féretro entraba en la iglesia a
hombros de sus amigos, se supo que Younes Abouyaaqoub había sido abatido por
dos mossos, y precisamente de Vilafranca, de su querido pueblo en el que descansa,
y en Subirats, a sólo once kilómetros de su casa.
“Fue un momento extraño, casi poético. En medio de todo ese dolor,
de esa rabia, habían abatido a su asesino. Creí que nada podría calmarme la
pena, el dolor, pero ese momento fue tranquilizador, como un bálsamo”, explica
Guillermo.
En el mueble del comedor de la casa hay una vela encendida a los
pies de una de las fotos preferidas de su madre. Aparece en esta página: en
ella Pablo sonríe con las manos tras la nuca. A esta periodista le gusta la que
le hizo Conchita el día antes de regresar a Vilafranca, en Benicàssim. Su
abuela tiene los pies en remojo, y Pablo a su lado la mira repleto de amor y
feliz. ¿Cómo quieren que no lo olviden? “Como lo que fue, un buen hijo, el
mejor hermano, un hombre bueno, generoso humilde y honesto”.
Por ti, Pablo.
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