06 septiembre 2017
“Entre bastidores”
Efectos colaterales de un atentado
Manuel Gómez Tejedor
Es difícil escribir sobre acontecimientos bañados en sangre
inocente, la de transeúntes y turistas cuyo único pecado es ser occidentales.
Tal vez por eso he preferido dejar pasar un tiempo antes de escribir, para
permitir que los sentimientos se sosieguen. La sinrazón de un hecho tan atroz
obliga a meditar y hacerse preguntas, aunque muchas de ellas no tendrán
respuesta. Adolescentes, aún no hombres adultos, que se convierten en soldados
de Dios, asesinos, cargados de una rabia infinita, insensibles al sufrimiento.
Medio hombres criados en demasiadas ocasiones en nuestra cultura, alumnos de
nuestras escuelas, compañeros de nuestros hijos, algunos incluso nacidos en ese
Occidente impío al que tanto odian.
En estos días se han sucedido los elogios hacia todos
nuestros cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado, incluyendo, como no podía
ser de otra manera, a los servicios sanitarios y de emergencia. Aceptando, sin
ninguna duda, su eficacia, habría que plantearse por qué a nivel europeo
nuestro sistema está haciendo aguas. Porque cuando se permite que adolescentes
que están madurando su personalidad, y por lo tanto son vulnerables a la
manipulación, se conviertan en asesinos en nuestra propia sociedad, algo está
fallando. Y la amarga experiencia de Barcelona y de otras ciudades del mundo
que han sido víctimas del zarpazo terrorista nos dice que es frecuente que los
verdugos posean nacionalidad europea o han crecido bajo la influencia de
valores occidentales, muy lejos de los bastiones del Estado Islámico.
Al día siguiente del brutal atentado de Barcelona, la
comunidad árabe con la
Asociación Hispano Siria Valenciana a la cabeza, emitía un
comunicado rechazando y condenado el atentado. Acudían sus líderes a la Delegación de Gobierno
para acompañar a su responsable y a los miembros de la Policía y la Guardia Civil. Lo
hicieron con un silencio en señal de repulsa. No es la primera vez que se
manifiestan públicamente por un brutal atentado perpetrado en nombre de su
religión. Su comparecencia pública y sincera puede actuar como vacuna contra
sentimientos que enturbien la convivencia.
Durante ese silencio sentí una extraña mezcla de pena,
rabia y admiración: primero por la víctimas, sus familias y por aquellos que
han sufrido directamente la barbarie, pero también por esas personas que aun no
rezando al mismo Dios que la mayoría de nosotros se ven impulsados a dar la
cara ante la sociedad valenciana para condenar la orgía de sangre de los
fanáticos. Fue una demostración clara de que en el nombre de Dios, sea cual
sea, no es posible causar muerte ni sufrimiento.
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