21 marzo 2017
La derrota de ETA ha llegado infinitamente más
tarde de lo que se pensaba durante la transición. La ilusión de que ese final
podía estar cerca afectó a todos los gobiernos y a todos los partidos, porque
era inconcebible que el terrorismo pudiera perpetuarse en un sistema de
libertades. La idea de que ETA era un residuo del franquismo que acabaría más
temprano que tarde formaba parte del dibujo que se hacía la opinión publicada.
Sin embargo, se nos anuncia su desarme para el próximo 8 de abril, y es más que
probable que la docena de activistas que están en posesión del sello de la
banda traten de mantener las siglas durante más tiempo. La democracia no podía
mostrarse indiferente al modo en que se produjera el final de ETA.
Los intentos de negociación que se sucedieron
se toparon siempre con una organización insaciable que interpretaba cualquier
acercamiento a ella por parte del gobierno de turno como estímulo para elevar
el precio de su desistimiento. La leyenda de que ETA era imbatible y que por
eso debía buscarse una solución política a su existencia funcionaba como un
corolario tan eficaz que constituía una fuente inagotable de legitimación del
terror. La convicción democrática de que no cabía hacer concesiones de
naturaleza política a cambio de que ETA cesara en su actividad cuajó muy tarde;
en realidad, cuando comenzaron a apreciarse síntomas de reacción ciudadana y de
aislamiento social de la banda. Esa tardanza tampoco fue ajena a la existencia
de intereses partidarios, especialmente en el nacionalismo, que por momentos
acariciaron el supuesto de que una negociación con ETA pudiera facilitarles la
realización de sus propias aspiraciones.
En términos políticos, el factor que más ha
contribuido a prolongar la existencia de ETA ha sido la esperanza albergada por
la banda de obtener réditos de su sinrazón. Toda su trayectoria está jalonada
de momentos en los que los etarras se retroalimentaron a cuenta de cualquier información,
especulativa o no, que abonara la hipótesis de un final negociado. También la
peripecia del desarme está rodeada de esa mitología que, extrañamente,
encandila todavía a alguna gente. ETA simula que posee un arsenal que no
debería caer en manos de desaprensivos, por lo que ofrece una entrega acordada.
Los gobiernos español y francés se desentienden del asunto porque no quieren
entramparse en el juego de un grupúsculo que está acabado. Entonces ETA recurre
a los intermediarios, a “facilitadores” internacionales y a un grupo de
ciudadanos franceses que han tenido la osadía de autodenominarse “artesanos de
la paz” cinco años y medio después de que callaran las armas. Todo ello con la
pretensión de que en algún momento los gobiernos español y francés se dejen
fotografiar, aunque sea al inventariar un decomiso pactado. Como esa esperanza
se desvanece, optan por apelar a la “sociedad civil”, concediendo tal categoría
a los entusiastas que presentan la paz como algo todavía pendiente, cuando la
paz es esto que tenemos.
El objetivo último para lo que queda de ETA es
preservar su pasado eludiendo todo juicio histórico sobre su trayectoria y, por
supuesto, negándose a retractarse, mucho menos a arrepentirse, de lo actuado.
Según su discurso no es que aquello estuviera bien ni mal, fue inevitable. Y
ahora se ha entrado en otra fase del proceso en la que sobran las armas. Fase a
la que los estados español y francés estarían poniendo impedimentos, según ETA,
que se habría desarmado mucho antes si los servicios policiales de uno y otro
país se lo hubiesen permitido. Como los depósitos están o podrían estar
vigilados, son los “artesanos de la paz” quienes afirman haberse hecho cargo de
ellos de cara a la escenificación que preparan para el 8 de abril. Escenificación
que va en la misma línea de reivindicar el pasado o, cuando menos, impedir que
sea objeto del reproche social.
Uno de los mitos que se vienen abajo en el
final de ETA es esa obsesión repentina que les entró a la banda y a la
izquierda abertzale a mediados de los años noventa de reclamar la participación
del gobierno francés en una “solución dialogada al conflicto”. ETA, que nunca
había hecho la guerra contra la República Francesa porque necesitaba preservar su
retaguardia, pasó de pronto a ofrecerse para la firma de un armisticio con
París en paralelo al que pretendía lograr de Madrid mediante la “socialización”
del terror. El mero hecho de que el desarme vaya a escenificarse al otro lado
de la frontera refleja hasta qué punto la banda continúa instalada en la
irrealidad a la que se acogen sus adeptos, porque tampoco tienen otro remedio.
Con la vana esperanza de que las autoridades francesas se mostrarán más
dispuestas a un tratamiento redentor hacia el pasado de ETA porque nunca atacó
frontalmente a la República.
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