06 mayo 2018
Carta inédita de un exmilitante de
ETA
(El comunicado que nos gustaría leer)
Empieza una nueva vida también para nosotros, para los que
en algún momento creímos necesario utilizar la violencia como un medio más de
nuestra lucha política. Y estoy convencido de que el rumbo de esta etapa
esperanzadora va a depender en buena medida de gente como yo, de cómo ajustemos
las cuentas que tenemos pendientes con nosotros mismos. Mis premisas no tienen
nada que ver con las que alimentan estos días los acontecimientos y los
titulares.
El comunicado me ha dejado frío, no me parece muy honrado.
Hace ya años que no me veo representado en esa retórica ampulosa que trata de
justificar nuestros crímenes de hace cuatro días con agravios extraídos de los
libros de Historia: Franco, el bombardeo de Gernika, 1512, la batalla de
Roncesvalles… Me cuesta creer que algunos sigan creyéndose su propio discurso.
En la cárcel aprendí a pensar por mí mismo, aunque ―eso sí―
tuve que esperar a que me enviaran al Puerto de Santamaría. Mi familia y mis
amigos llevan años concentrándose semanalmente a favor del acercamiento de los
presos, pero debo confesar que a mí la dispersión me vino muy bien: me
proporcionó la tranquilidad y el aislamiento que necesitaba para asomarme a mi
propia biografía. Si todos hubieran hecho ese esfuerzo en su momento, pienso
que la trayectoria de ETA hubiese sido más breve y menos dolorosa.
Estoy lleno de remordimientos, a pesar de que tengo una
ventaja: nadie me va a insultar, nadie me va a pegar, no voy a encontrar mi
nombre dentro de una diana cuando salga del portal o me acerque a los columpios
con mis nietos ni voy a descubrir un pájaro muerto o una bala con mi nombre
dentro del buzón. He escrito que es una ventaja, pero quizá no lo sea: quizá no
me merezca tanta normalidad después de haber destrozado la vida de tantísimas
personas. Me interesan las víctimas. He leído algunos testimonios y
entrevistas, y casi he podido sentir la inquietud y el miedo de quienes sí
convivieron con la posibilidad de que alguien les pegase un tiro al salir de
casa. Era una posibilidad real, hay que reconocerlo. Yo mismo facilité nombres
y direcciones en alguna etapa de mi militancia. Admito que me incomoda leer ese
tipo de historias, encontrarme en un libro o en un periódico con la mirada de
alguien a quien yo y mis compañeros arruinamos la vida con una carta o un
artefacto, pero desde hace un tiempo me obligo a afrontar esos relatos, a
dedicarles tiempo. Me parece que es lo mínimo: ya que lo tengo muy complicado
para recomponer tantas familias arruinadas, voy a tratar al menos de hacerme
cargo de todo el sufrimiento que he causado.
Leí en una ocasión una entrevista a la viuda andaluza de un
policía asesinado en 1979. Ella y su marido eran muy jóvenes, veintitantos años
y tres hijos muy pequeños. Él murió cuando trataba de desactivar una bomba que
habían puesto en una oficina del centro de la ciudad. La oficina era de un
hombre que no había querido pagar el impuesto revolucionario. La viuda decía en
la entrevista que si los autores del atentado hubieran sabido la clase de
hombre que era su marido, no hubieran colocado la bomba. Era el mejor padre, el
mejor esposo y el mejor amigo, aseguraba. Al principio me pareció una
ingenuidad. Nadie de la organización se preocupaba en aquellos años ―ni
después― de humanizar sus objetivos. Más aún, era un riesgo que tratábamos de
evitar, no fuese a ocurrir que un brote inoportuno de sentimentalismo
estropease la ekintza largamente preparada. Dentro de un uniforme no había
nadie. Sin embargo, seguí dándole vueltas unos días a la reflexión de la viuda
y acabé convencido de que tenía razón: si yo hubiera hecho un mínimo esfuerzo
por conocer a su marido policía, seguramente me lo hubiese pensado un poco más
antes de ir a por él. Quizá hubiese descubierto que sólo me llevaba cinco o
seis años, que también era aficionado a Deep Purple o que soñaba con comprarse
un Seiscientos, como yo antes de incorporarme a ETA. Han pasado cincuenta años,
pero me parece que casi todos aún tenemos pendiente ese descubrimiento.
En el primer comunicado se hablaba del perdón. Hay quien
sostiene que fue una exigencia de Brian Currin y compañía. Me pareció poco
sincero, casi una estrategia, una equis en una casilla de la hoja de ruta.
Esto del perdón es seguramente lo que más me cuesta. Soy
muy consciente de que he matado gente, de que he sido un asesino. No me importa
reconocerlo, pienso que es el primer paso. El Diccionario de la Real Academia
precisa que asesinar es “matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una
recompensa” o “causar viva aflicción o grandes disgustos”. Me duele horrores
reconocerlo, pero cumplo todos los requisitos. La “recompensa” que anhelaba era
una Euskal Herria independiente mucho más difusa y utópica que la actual
Comunidad Autónoma Vasca con sus instituciones, sus competencias, sus
ikastolas, su Ertzaintza, sus fiestas, sus costumbres y su Estatuto de
Autonomía.
En fin, que no me debería ofender si alguien me llama
asesino. El reto ahora es cómo gestionar esto del perdón. Tengo el
convencimiento de que se trata de una batalla que debo librar conmigo mismo.
Una vez se lo preguntaron a Ortega Lara y también él se refirió a ese combate
personal. Me impresionó su explicación: “El perdón es algo que debe salir del corazón.
A mí no me gustaría morir sin haber perdonado, pero tengo que reconocer que a
día de hoy no lo he conseguido. Quizá no he puesto todo de mi parte”. Me
pareció muy sincero y muy generoso. Eso sí que es una hoja de ruta. Cuando
ingresé en ETA con diecinueve años, algunos amigos pensaban que era un
valiente. Pienso que no les faltaba razón: es verdad que hubo un poco de
inercia, que me dejé llevar por el ambiente ―la cuadrilla, el monte, las cenas,
los zutabes que pasaban de mano en mano, las pancartas, el marxismo en dos
tardes, la Historia
en una cena, las carreras delante de los grises…― y que limité el sentido
crítico a nuestro “enemigo” ―España, la Guardia Civil , el
franquismo sin Franco, la oligarquía, qué sé yo―, pero sí que creo que hubo
además un cierto compromiso, casi un sentido de misión. Para mí hubiese sido
mucho más cómodo quedarme en casa, no meterme en líos. Sin embargo, ahora sé
que hace falta más valentía y más audacia para enfrentarse a uno mismo y para
pedir perdón que para funcionar por la vida con un DNI falso y una pistola
escondida en la cintura.
Entendería que haya personas que no me quieran perdonar. Y
creo que merezco que me lo digan con desprecio. Aunque reconozco que me
gustaría deshacer todos los nudos. Y hasta darle un abrazo a alguien. Sé que
hay algunos de “los míos” que lo han hecho. Ya veremos.
Ahora mismo, casi me siento más cerca de aquellos que han
acogido con pena y escepticismo el comunicado de ETA que de aquellos otros que
lo han recibido con júbilo y celebraciones. Es mucho mejor que ya nadie se
dedique a matar a quienes no piensan como él, eso está claro, pero siguen
siendo muy tristes las razones que han alentado esa decisión. No sé, tengo la
impresión de que algunos aún quieren seguir recogiendo nueces. No pienso que
haya que premiar a alguien que ha dejado de matar si además sigue orgulloso de
sus crímenes.
La mejor prueba de que esta sociedad a la que tratamos de
combatir durante tantos años es mucho mejor que nosotros es que nos va a
permitir seguir formando parte de ella, a pesar de todo. Espero estar a la
altura.
No soy ingenuo: no creo que muchos de mis excompañeros
estén dispuestos a compartir un desahogo como este. Ni siquiera yo mismo soy
capaz de escribirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario