07 mayo 2018
Fascinación morbosa
Antoni Puigverd
Tuve noticia de la existencia de ETA durante el juicio de
Burgos, a finales de 1970. Los estudiantes de COU de Girona nos movilizamos en
contra del enjuiciamiento militar a un grupo de etarras, entre ellos Mario
Onaindía y Teo Uriarte, que años después destacaron en la lucha contra la
organización en la que se habían iniciado. Organizamos la primera manifestación
antifranquista de Girona y, durante años, ya en la universidad, el lema “Gora
Euskadi askatuta” amenizó nuestros rituales festivos, junto con el de “Visca
Catalunya lliure!”, trufando los cánticos del Bella ciao, del Diguem no! o de
la versión catalana del Blowing in the wind. La cultura antifranquista era muy
precaria: todo lo mezclaba en la misma salsa, puesto que, en realidad, era el
franquismo el que a todos nos ataba.
Años después de la amnistía, en los entornos nacionalistas
y progresistas catalanes persistía cierta fascinación por los etarras. Onaindía
ya se había distanciado de ETA y se aproximaba al PSOE desde Euskadiko
Ezquerra, pero ETA continuó matando como si las cárceles no se hubieran
vaciado, como si no se hubieran producido los pactos de la transición, como si
dictadura y democracia fueran sinónimos. El discurso de ETA justificando la
violencia en época constitucional recuerda bastante el que hoy hace el
independentismo catalán al justificar la ruptura de la legalidad. El Estado
español no es democrático y, por consiguiente, sólo quedaba –decían los
etarras– la vía militar. El Estado no es democrático –sostienen los
independentistas– y, por consiguiente, no hay más remedio que romper la
legalidad. Existe una diferencia esencial, por supuesto. La desobediencia
pacífica no guarda parecido alguno con la violencia, el asesinato y el terror.
Sin embargo, no es paradójico que la respuesta del Estado (o de la sociedad
civil y mediática españolas) al independentismo catalán sea idéntica a la que
ha mantenido durante años contra ETA. Quieren convertir en violentos a los
desobedientes. Se trata, interpreto, de exprimir el relato que ha servido para
derrotar a ETA: impugnar de raíz al soberanismo catalán, contra el que parece
valer todo, como valió todo para ganar a ETA: GAL.
Los bárbaros y sangrientos atentados de Vic e Hipercor no
marcaron un antes y un después de ETA en Catalunya, como constatan siempre las
víctimas de Hipercor, lideradas por el incombustible Robert Manrique (han
estado menos acompañadas que las fantasmagóricas ruinas del Born de 1714).
Persistió en Catalunya una indefinida pero visible fascinación por el
irredentismo vasco. Recuerdo una cena de periodistas de Girona con Martxelo
Otamendi, director del diario Egunkaria, que había sido clausurado. Nos hablaba
como si los casos vasco y catalán fueran idénticos. Tuve que recordarle (aunque
me quedé solo diciéndolo) que Ángel Colom, entonces políticamente activo como
líder de ERC, había dicho que “la independencia de Catalunya no vale una gota
de sangre”. Otamendi pretendía aislar su caso (un imperdonable abuso del Estado
contra la libertad de expresión que ahora, como entonces, condeno) haciendo
abstracción de la tragedia de las víctimas y de los amenazados, que vivían
noche y día con la serpiente de ETA por corbata.
Después vino el asesinato de Ernest Lluch y la fascinación
por el irredentismo vasco mermó, también quizá por influencia de la
absurdamente lenta agonía de ETA, que, ya vencida, sembró nuevos cadáveres,
pánico y dolor por estúpida inercia. Pero la vieja fascinación catalana se
coló en la conocida frase de Gemma Nierga: “Ustedes que pueden, dialoguen, por
favor”. ¿Qué se podía dialogar con el que hablaba con bombas y pistolas?
Aquella frase resumía mal el pensamiento del añorado
Ernest. Lluch no proponía negociar con ETA, pero sí la búsqueda de una “vía
austriacista” que resolviera un déficit de la transición: la abstención vasca.
Lluch proponía combinar represión policial y apertura política. Se dejó la piel
en ello. Ganó Aznar, y por partida triple: sobrevivió a un atentado, diseñó la
estrategia de la asfixia de ETA; y aprovechó la lucha contra ETA para tatuar en
la piel de la democracia española una hegemonía indestructible: la del
nacionalismo español posmoderno (sintetizando a José Antonio con Habermas
gracias a Fernando Savater y a más de un etarra de la primera hornada). Esta
hegemonía paralizó a Rubalcaba y Zapatero, perdura en Rajoy y encontrará en Ciudadanos
su quintaesencia.
El País Vasco ya tenía, de facto, la independencia. Hasta
los abertzales lo saben: ETA y su irredentismo sanguinario retrasaron la dolce
vita vasca. Por eso es tan raro que el irredentismo catalán sea tan
inconsciente. Parece no darse cuenta que una desobediencia sin aval social
incontestable, no sólo causará sufrimiento a los protagonistas (presos), no
sólo causará un daño social incalculable (división civil, explosión del sistema
escolar). También justificará, con el apoyo de no pocos catalanes, la
provincianización de Catalunya, es decir, la parte del proyecto aznariano (o,
si quieren, ciudadaniano), que todavía no ha culminado.
Opinión:
Solo agradecer al excelente periodista Antoni Puigverd la mención que
realiza comentando mi labor, la cual sigo realizando pese a la nula
colaboración por parte del Ministerio, que es quien tiene la responsabilidad de
velar por la asistencia a “LAS” víctimas.
Por lo demás, totalmente de acuerdo con su artículo y su opinión. De
nuevo, gracias.
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