10 mayo 2018
La verdad, no
un relato
El pasado 4 de mayo, en Cambó,
asistimos a la culminación, que no final, a un punto y seguido de un largo
proceso de un proyecto standard denominado de «resolución de conflictos», mal
llamado «proceso de paz». Asistimos a la culminación de una metamorfosis y
transformación de ETA en proyecto político, a través de
sucesivas treguas trampa que se escenificaron primero en Estella, 16 de
septiembre de 1998, con un pacto con el Partido Nacionalista Vasco,
posteriormente en Perpiñán, con Esquerra Republicana de Cataluña y finalmente
con el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Antes de esta fecha, y solo con la
finalidad de explicar mi posición, permítanme que me remonte al mes de
noviembre de 1997 –cuatro meses después de la liberación de Ortega Lara y del
asesinato de Miguel Ángel Blanco–, momento en el que recibí en mi despacho del
Ministerio de Interior a Cristopher R. Mitchel,
un conocido experto en proyectos de resolución de conflictos al que había
conocido años antes.
Me explicó de manera sencilla y muy
gráfica el significado de un proceso de estas características, a través de un
ejemplo deportivo: dos escaladores incapaces de alcanzar una cima, y, por el
contrario, en pelea permanente.
Un proceso de esta naturaleza exigía la
irrupción de un tercero, de un mediador internacional, que indicaba y ordenaba
los diferentes movimientos que cada uno tenía que llevar a la práctica,
indicando el lugar donde debían colocar sus manos y sus pies, uno y otro, y al
cabo de muy pocos movimientos, ambos alpinistas alcanzarían la cumbre de la
paz, y lo que parecía un objetivo inalcanzable se trasformaba en una auténtica
realidad sin aparente explicación.
Al final de su descripción, le pregunté
refiriéndome a la propuesta concreta para la resolución del mal llamado
«conflicto vasco», si además de la paz, con qué nos íbamos a encontrar en la
cumbre: España o la autodeterminación de los pueblos de España, a lo que me
contestó que era la única pregunta que no tendría respuesta, ya que el proceso
arrancaba en la paz, pero era imposible determinar el final político del mismo.
Diecisiete años después, el 9 de enero
de 2014, es la otra fecha que jalona este recordatorio personal, cuando me
entrevisté con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y le comuniqué que yo
no debería ser el candidato a las siguientes elecciones del Partido Popular en el
Parlamento Europeo, a celebrar cuatro meses más tarde, debido a mi opinión y
convicción sobre el «proceso» que estaba viviendo España, que había impulsado
en su momento tanto Rodríguez Zapatero como ETA.
El presidente, al oír la palabra
«proceso», me interrumpió y me señaló que nunca había negociado con ETA, a lo
que le respondí que estaba seguro de ello, y que además creía que no lo iba a
hacer nunca en el futuro, pero al mismo tiempo le señalé que también era verdad
que estaba más vivo que nunca. Añadí en aquel momento lo mismo que pienso hoy,
que ese «proceso» –lo transcribo literalmente tal y como lo dije, era «letal
para la derecha, para la izquierda democrática y constitucional y para España».
Cuando se pacta con ETA, no se puede
olvidar que no solo es una organización terrorista, sino que esencialmente
desde su origen, es un proyecto de ruptura de España. Nació para romper España,
no para acabar con Franco, convencida que el PNV iba a ser incapaz de llevarlo
adelante.
Con la perspectiva del tiempo transcurrido,
tengo que decir que en modo alguno me arrepiento de no haber ni impulsado ni
favorecido este proceso.
El punto más débil de España era y es
la nación, y por ello, el riesgo de un proceso que en su culminación se alejara
drásticamente de la Constitución
democrática de España de 1978, y el temor a que, por el contrario, nos
aproximáramos aceleradamente a un estado confederal, asentada en la
autodeterminación o un sucedáneo, era y es una realidad cierta.
Todo lo que está sucediendo en España
desde el momento en que arrancó este plan, la evolución del nacionalismo
singularmente en Cataluña, pero también en Navarra, Baleares, Valencia…
confirma los temores que albergaba en aquel noviembre de 1998, cuando escuché
por primera vez lo que hace pocos días se ha solemnizado en Cambó. No dejo de
comprender, aunque no lo comparto en absoluto, la otra posición, la que se ha
impuesto, en la que lo único importante es que ETA dejara de matar, que el fin
justifica los medios, y que la prevalencia de la mentira sobre la verdad es lo
más eficaz.
Esto es, que nos podemos abrazar a la
ficción de que Bildu, Sortu o Batasuna se habían rebelado contra ETA, cuando
todos sabemos que es mentira, o que España como nación no corre riesgo alguno,
por lo que el proyecto de ruptura que significa ETA es irrelevante como tal.
Reconozco que cuando escucho que la
palabra clave es el relato de lo
sucedido, como si de una competición de historietas se tratase,
me rebelo contra la enorme capacidad de expansión de la mentira.
El relato, los relatos, forman parte de
la naturaleza de un proyecto de resolución de conflictos, y por ello no podemos
depender de una parte nuclear del mismo, sino que esencialmente la clave es la
verdad de lo sucedido; esto es, si ha habido negociación o no,
si ha habido precio político o no, si hemos vivido un proyecto de resolución de
conflictos o no. Se imaginan ustedes lo que yo pienso.
Por el contrario, afirmo por incómodo
que sea, que ETA, como proyecto de
ruptura, no solo no ha desaparecido, sino que se ha extendido territorialmente,
y está más presente que nunca en nuestra sociedad y en nuestro horizonte
político y social a través de la autodeterminación como objetivo próximo.
Cuando terminó el plan Ibarreche, esto
es, la ruptura sin rebelión, cuando el Plan Puigdemont, esto es la ruptura con
rebelión, está en un incierto desenlace, no es difícil diagnosticar más que
predecir un horizonte político en el que muchos van a defender que no se puede
seguir así, que el empate infinito, una vez más, entre España y Cataluña o País
Vasco no puede continuar, y que por ello hay que hacer legal lo que hoy es
ilegal. Que resulta indispensable aprobar, antes que después, una ley nacional
para la legalidad de los referéndums, en definitiva, una ley para una segunda
transición, para la ruptura de la primera, utilizando la misma preposición
«para» que determinó la transición democrática española, aquel proceso
histórico de transformación de España desde la reforma.
No
hay proyecto de resolución de conflictos, mal llamado «proceso de paz», sin
pagar un precio político. Por ello, lo más preocupante no es
esta escenificación, ni quién tenía razón, el proyecto de Rodríguez Zapatero o
el que representaba José Mª Aznar, que son antitéticos. La gravedad radica en
la potencia que adquiere la exigencia de la autodeterminación, del derecho a
decidir, aunque se llame de otra manera, que exige previamente un cambio de la
política penitenciaria y sobre todo un proceso de desdramatización de aquella
reivindicación, que es a lo que vamos a asistir en los próximos tiempos.
Jaime
Mayor Oreja es presidente
de la Fundación Valores
y Sociedad
Opinión:
Leía el artículo y no podía imaginar que, llegando al final, descubriría
que el autor es Jaime Mayor Oreja, quien fue ministro a principios de siglo… el
mismo ministro que ahora es presidente de una Fundación que tiene entre su
nombre la palabra “valores”… supongo que no se refiere a los mismos valores que
demostró en la portada del Diario de Sevilla a finales del año 2000, cuando la banda terrorista ETA hacía pocos días
que había roto la “tregua” asesinando a un militar en Madrid.
La misma tregua que el señor Mayor Oreja se creyó, aquella tregua del
año 1998… aquella tregua que obligó a presentar una legislación dirigida a las
víctimas del terrorismo, la de la
Ley de Solidaridad 32/1999.
Y todavía se atreve a dar lecciones de valores y a hablar de dignidad… ¿hablaremos algún día de la verdad de ese relato?
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