12 mayo 2018
Euskadi en la memoria
Juan Jose López Burniol
Jueves 3 de mayo, ETA anuncia su disolución. Leo en la
prensa unas declaraciones del lehendakari Iñigo Urkullu: “ETA nunca debió
existir. Pone fin a una etapa negra de 60 años”. “Quien ha justificado la
violencia debe reconocer el daño injusto causado”. Iñigo Urkullu es un político
avezado y prudente, de visión larga y palabra corta. Se intuyen en él
convicciones fuertes. Es la antítesis de un aventurero histriónico y lenguaraz.
Escucha, toma notas, piensa y dice menos de lo que piensa. Por ello interesa lo
que dice: “ETA tiene pavor a que se piense que su historia no ha servido para
nada”.
Es una historia dramática que comenzó –según una versión–
con la muerte de Begoña Urroz Ibarrola, de 22 meses, que falleció abrasada el
27 de junio de 1960 por la explosión de una bomba colocada en la estación de
Amara, en San Sebastián. Aunque ETA nunca ha reconocido como suyo este
atentado, Ernest Lluch lo dio por cierto en un artículo publicado en el El Correo,
el 9 de septiembre del 2000. Lluch era un enamorado de Euskadi y defendió
siempre, con coraje inusual, la necesidad de diálogo entre el Gobierno y ETA; y
en este empeño encontró la muerte, vilmente asesinado. Pero la historia trágica
de ETA se hizo noticia de primera página el 7 de junio de 1968, cuando cayó
asesinado el guardia civil José Pardines a manos de Txabi Etxebarrieta, muerto
poco después en un enfrentamiento con la Guardia Civil. El 2
de agosto, en represalia por su muerte, fue asesinado el comisario Melitón
Manzanas. Se declaró el estado de excepción. Había comenzado un largo y
terrible periodo de violencia terrorista. Ha durado casi cincuenta años. Medio
siglo.
Mi primera notaría –en 1971– fue Villanueva de Valdegovía,
al noroeste de Álava. Durante un tiempo sustituí la notaría de Orduña y la de
Amurrio, que cubría también la plaza de Llodio, el pueblo más importante de
todos ellos. De hecho, durante aquel tiempo, solía pasar el día en Llodio y, a
medianoche, después de cenar en cualquier sitio con algunos amigos, regresaba a
Valdegovía. Para ello tenía que subir la peña de Orduña, un puerto con una
carretera estrecha y con curvas cerradas. Recuerdo que, en la segunda o tercera
curva, muy pronunciada, tenía que reducir a segunda, con lo que el coche casi
se paraba. Y era justo en aquel preciso instante cuando se aproximaba, dándome
el alto, una pareja de la
Guardia Civil. Su silueta, con tricornio y capote, se
dibujaba nítida contra el cielo iluminado por la luna. La tensión era
innegable. Una mañana, al llegar a Llodio, encontré a un amigo –un hombre mayor
que mi padre– llorando y, al preguntarle qué le pasaba, me respondió que
aquella noche la policía había detenido a su hijo –un ingeniero que era su
orgullo– por pertenecer a ETA. No lo sabía. La vida diaria de los ciudadanos
estaba ya entonces marcada por la amenaza terrorista: las actitudes, los
silencios, las evasivas, el lenguaje elíptico, el miedo. Nunca me planteé
entonces cuánto duraría el conflicto, ni cuál sería el desenlace. Se vivía en
medio de aquella situación como algo inevitable. Y vinieron luego –yo ya no
estaba allí– unos años mucho más duros, al comienzo de la transición. Pese a
todo, el Estado resistió y logró lentamente, con enormes dificultades y
admirables sacrificios de muchos servidores públicos y ciudadanos, reconducir
la situación y recuperar la paz.
He estado no hace mucho en Euskadi. Era un día soleado.
Todo lucía. Me vino a la cabeza el pasado: parecía un mal sueño. El país,
hermoso como siempre, parecía más ordenado y bien dispuesto que nunca. Da una
sensación inocultable de que allí se vive muy bien y de que las cosas
funcionan. La gente se muestra satisfecha. Es evidente que, aunque ETA
formalice ahora su disolución, hace ya algunos años que dejó de contar en la vida
de los vascos. Su tiempo ya pasó. Y, a partir de ahora, dígase lo que se diga y
hágase lo que se haga, el manto del olvido irá cubriendo pausadamente las
cenizas del fuego que un día abrasó esta tierra. Es necesario, precisamente por
ello, que se preserve la memoria de lo sucedido como lección para el futuro.
Hay la obligación de hacerlo en memoria de las víctimas del terror.
No procede, en este trance, preguntarse si el mal –porque
mal era– ha servido o no para algo, sino que lo que debe afirmarse es que no
hay nada, absolutamente nada, que justifique el daño inferido a otro. Pensemos,
por personalizar en una sola víctima, en uno cualquiera de los niños asesinados
por ETA cuando su vida había recién empezado. Tendría ahora, como máximo, 50
años. ¿Habría estudiado? ¿En qué habría trabajado? ¿Cuáles habrían sido sus
ideas? ¿Se habría casado? ¿Cuántos hijos habría tenido? ¿Habría sido feliz o
desgraciado? Pero, hubiese sido lo que hubiese sido, era su vida, su única e
irrepetible historia, que le fue arrebatada para nada. Porque no hay Dios, ni
idea, ni patria, que justifique la muerte o el dolor inferido a otro, salvo que
sean voluntariamente aceptados por este en aras de un ideal al que ha decidido
entregarse.
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