11 marzo 2015
La sociedad enmarcó la matanza terrorista en los
trenes de Cercanías en lo conocido. Y lo conocido era, por una parte, ETA y,
por otra, la guerra de Irak. En realidad, ambas interpretaciones eran erróneas
Al contrario de lo que sucedió con la sociedad
británica tras los atentados del 7 de julio de 2005 en Londres, los perpetrados
el 11 de marzo de 2004 en Madrid dividieron
profundamente a los españoles. Aún persisten secuelas de esa desunión, aunque
con el tiempo sean menos manifiestas. Ha sido y es una discordia basada en
diferentes atribuciones de culpa por la matanza en los trenes de Cercanías.
Pero resultó ser una división espuria, derivada de una politización del 11-M
que se prolongó con la comisión parlamentaria dedicada a esos atentados y más
allá. Algo a su vez posible debido a especificidades del sistema político
español —como su mayor tendencia a la polarización o la recurrente ausencia de
consensos de Estado en Asuntos Exteriores, Defensa o antiterrorismo— y, sobre
todo, porque los ciudadanos no eran conscientes de la amenaza de un fenómeno
terrorista instalado en nuestra sociedad una década antes del 11-M.
Unos españoles, ubicados sobre todo en la derecha
del espectro político, creyeron, y aún en parte siguen pensando, que los
atentados de Madrid fueron de uno u otro modo obra de la organización
terrorista ETA. La formulación más habitual de este argumento aduce que los
denominados moritos de Lavapiés —una manera extravagante de aludir a
quienes constituyeron la red terrorista del 11-M— carecían de los conocimientos
y las capacidades para llevar a cabo lo ocurrido el 11 de marzo de 2004. Por
eso, aunque se tratara de individuos que participaron en los hechos, tuvieron
que haber sido instigados y apoyados desde el interior de nuestro país por
otros terroristas con experiencia. A menudo, a este argumento se añaden
especulaciones sobre el modo en que el presidente del Gobierno que el PSOE
formó tras el resultado de las elecciones celebradas tres días después del
11-M, José Luis Rodríguez Zapatero, ofreció a ETA una salida de transformación
en lugar de optar por derrotarla.
Otros españoles, situados preferentemente a la
izquierda del mismo espectro político, pensaron, y no pocos aún creen, que los
atentados del 11 de marzo de 2004 fueron una consecuencia de la llamada foto
de las Azores —en
alusión a la instantánea tomada el 16 de marzo de 2003 en una de esas islas del
Atlántico y que hizo visible el alineamiento del presidente del Gobierno
español, José María Aznar, con la guerra al terrorismo auspiciada por el
presidente de Estados Unidos, George W. Bush— y el posterior despliegue de
tropas españolas en Irak inmediatamente después de haber sido invadido este
país y derrocado el dictador Sadam Hussein. No ha sido inusual que desde este
sector social se critique al entonces Ejecutivo del Partido Popular por haber
insistido en asociar a ETA con el 11-M, incluso cuando la evidencia apuntaba en
otra dirección, para mantener así sus expectativas electorales ante los
comicios generales que se celebraron sólo tres días después de los atentados.
En realidad, ambas interpretaciones sobre el 11-M
eran erróneas y la lacerante división en que se sumieron los españoles,
incluidas las propias víctimas, ha sido y es engañosa. Ninguna evidencia hay,
directa o indirecta, de que la organización terrorista ETA estuviese implicada
en los atentados. Tampoco es cierto que la idea de perpetrar una matanza en
Madrid surgiera a raíz de la presencia de soldados españoles en territorio
iraquí. Como explico y documento en el libro ¡Matadlos! Quién estuvo detrás del 11-M y por qué se
atentó en España, la
decisión de ejecutar ese acto de terrorismo se tomó en diciembre de 2001 en la
ciudad paquistaní de Karachi y fue ratificada durante una reunión que delegados
de tres organizaciones yihadistas magrebíes mantuvieron en Estambul en febrero
de 2002. Además, lo que se convertirá en la red del 11-M inició su formación al
mes siguiente, todo ello más de un año antes de la invasión de Irak.
Pero no hacía falta investigar los atentados del
11-M ni desvelar nueva información sobre los mismos para evitar la división de
los españoles, aunque hacerlo haya contribuido a mitigarla. Bien pudo haber bastado
con que, como ocurría con los británicos, los españoles hubiéramos estado lo
suficientemente sensibilizados respecto a la amenaza del terrorismo yihadista
que, además de la relacionada con ETA, se cernía sobre nuestro país con
anterioridad a la invasión y ocupación de Irak. Desde al menos 1997, los
informes que la Unidad
Central de Información Exterior (UCIE) del Cuerpo Nacional de
Policía remitía a los jueces de instrucción de la Audiencia Nacional ,
quienes debían autorizar escuchas telefónicas relacionadas con los yihadistas
que desarrollaban ya actividades en España, dejaban constancia de que sus
investigaciones eran necesarias para “prevenir la muy posible comisión de
atentados en nuestro país”.
Al presentar ¡Matadlos! a lo largo del último año en numerosas
ciudades españolas he podido constatar cómo, incluso entre los ciudadanos
interesados y que eran adultos cuando se perpetraron los atentados de Madrid,
existía un gran desconocimiento sobre la trayectoria del yihadismo en nuestro
país desde mediada la pasada década de los noventa. Casi nadie —o muy pocos—
sabía que Al Qaeda fundó en España, en 1994, una de sus más importantes células
en Europa Occidental, desmantelada en noviembre de 2001 al quedar de manifiesto
su conexión con la responsable de los atentados del 11-S. Como casi nadie —o
muy pocos— eran conscientes de que sólo a lo largo de 2003, el año anterior al
del 11-M, se detuvo en nuestro país a más de 40 individuos por su implicación
en actividades de terrorismo yihadista. Esta cifra nunca antes había sido tan
elevada desde que, en 1995, fuese detenido en Barcelona el primer yihadista o
desde que, en 1997, se desarticulara en Valencia la primera célula yihadista.
El desconocimiento de estos y de otros muchos
episodios relacionados con la evolución del terrorismo yihadista en España a lo
largo del decenio que precedió a los atentados de Madrid, así como el hecho de
que no fuera percibido como amenaza por parte de la opinión pública española
hasta muy tardíamente, y sólo cuando se inició la crisis iraquí en 2002, se
explican en parte por la obligada atención que suscitaba el frecuente
terrorismo de ETA. Pero no hubo una adecuada pedagogía política sobre el
problema e incluso se llegó a trivializar su peligrosa realidad —¿hay que
recordar aquello de la
Operación Dixán ?—. Consecuencia de todo ello fue que, cuando
se produjo el 11-M, los españoles buscaron interpretar la matanza terrorista en
los trenes de Cercanías enmarcándola en lo conocido al no poder hacerlo en
relación a lo que les era desconocido. Lo conocido era, por una parte, ETA y,
por la otra, Irak.
Si el 11-M nos dividió es porque los españoles
carecimos como sociedad de la necesaria resiliencia ante atentados terroristas
de gran magnitud, más allá de la gestión de crisis y emergencias. En la
actualidad, cuando el yihadismo global se encuentra más extendido que nunca y
la amenaza del terrorismo que lo caracteriza no ha sido tan elevada para las
democracias liberales desde el 11-S, que España sea menos vulnerable a la par
que más consciente y resiliente, tanto frente a la penetración de los actores y
la ideología asociados con dicho fenómeno, como ante cualesquiera eventuales
nuevas expresiones de su violencia contra nuestros ciudadanos e intereses,
continúa siendo una tarea pendiente para las élites políticas y el conjunto de
nuestra sociedad civil, en especial los medios de comunicación.
Fernando Reinares es investigador principal de terrorismo internacional en el Real
Instituto Elcano, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey
Juan Carlos y Adjunct Professor de Estudios de Seguridad en la Universidad de
Georgetown. Autor del libro ¡Matadlos!
Quién estuvo detrás del 11-M y por qué se atentó en España (Galaxia Gutenberg / Círculo de
Lectores, 2014).
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