18 junio 2017
Historias
de dignidad en primera persona
Estas tres
víctimas de Hipercor encararon el día después de forma distinta. Aquí
recuerdan y explican qué ha sido de sus vidas.
Jordi Morales Daza
Tenía 7 años cuando murieron su madre, María Teresa Daza
(embarazada), y su padre, Rafael Morales.
"Tengo una
laguna de 14 meses"
"Yo tenía 7 años, ese día había acabado el cole y
estaba con mi abuela. No recuerdo que me explicara que mis padres habían
muerto. Y uno de mis pesares es que en casa de la abuela la gente iba de luto y
lloraba, y yo lo que tenía eran ganas de
irme a jugar a la pelota con mis amigos.
Mucho más tarde, hablando con la psicóloga Sara Bosch, me di
cuenta de que tenía una laguna de 14 meses. Hasta los 16 años fui diciendo que
mis padres habían fallecido en junio y que yo había empezado en el nuevo
colegio en septiembre, cuando en realidad eso sucedió en septiembre del 88.
Después de estar un año con mi abuela, fui a vivir con mis
tíos y mi primo, que pasaron a ser mis padres y mi hermano. Tenía un tremendo
lío familiar en la cabeza. No me saqué el
graduado escolar porque las suspendí todas. Los expedientes sancionadores me resbalaban. Así anduve hasta que
vi que mis amigos iban a hacer BUP, mientras que yo iba para FP.
Me puse las pilas y al final conseguí el grado de
Relaciones Laborales y me puse a trabajar en el departamento de Recursos
Humanos de la gelatina Royal. Un día los de CCOO me preguntaron si me apuntaba
a las listas y al día siguiente me despidieron. Más tarde sería uno de los 5.000 afectados por
el ERE de Bankia [ahora tiene un contrato temporal en
el Banc de Sabadell].
Hasta los 18 años, cuando la AVT dio conmigo de chiripa, ninguna
administración había intentado localizarme. Es vergonzoso que los políticos se
llenen la boca con las víctimas porque he tenido cero ayuda. Una vez fui con mi
abuela a la AVT ,
cuando estaba en la calle de Cuba, y soltó que mi madre estaba embarazada.
No lo sabía. Me impactó. Robert Manrique está peleando por que se reconozca al
nonato, aunque no tengo demasiada fe.
Después de que se fuera él, en las asociaciones de víctimas
he visto mucha política. No me gustan los comentarios que cuelgan en Whatsapp y
en Twitter. El último, "Colau dispara en la nuca a las víctimas del
atentado de ETA en Hipercor". Que no lo digan en mi nombre. Somos un grupo
plural. Hace años que no me comunico con la asociación de Barcelona, y he intentado
darme de baja un montón de veces de la de Madrid sin éxito. Supongo que las
subvenciones dependen del número de socios. En mí no se han gastado un duro. Ni
siquiera en una llamada.
Mientras, parecía que el tiempo iba curándolo todo. Pero
hace dos años nació mi hija Sara,
que a juzgar por las pocas fotos que tengo de mi madre, es un calco de ella. Lo
primero que hice al salir del hospital fue ir con la niña, que tenía 48 horas,
a la tumba de mis padres y llorar. Sara no tendrá abuelos paternos y yo no tengo ningún recuerdo de mi
madre para contarle, y el que pueda tener seguramente es
inventado para llenar la laguna. He vuelto a terapia".
Amparo Pinazo Gómez
Viuda de José Valero. Tenía dos hijos, de 10 y 8 años.
"Prefiero no
hablar del atentado"
"Ese día mis padres se llevaron a mis hijos al pueblo,
a Torrebaja, en la comarca valenciana del Rincón de Ademuz.
Yo trabajaba como administrativa en un despacho de las torres de Hipercor y mi marido me dijo: "Te llevo al
despacho, compro en el súper y, como no tenemos niños, hacemos algo".
Íbamos a bajar juntos al párking porque había un ascensor
que subía directamente a mi planta, pero me apeé y tomé el que estaba a pie de
calle. Oí la explosión
cuando salía del ascensor. "A Pepe no le ha dado tiempo de
salir del aparcamiento", pensé. Bajamos todos los compañeros, llamé a mi
suegro y no lo encontrábamos. Tampoco en los hospitales. Mi suegro y yo nos
quedamos en casa pendientes del teléfono, y mi cuñado fue al Clínic. Ya de
noche supo que mi marido estaba entre
los muertos.
Mientras, en el pueblo los niños vieron la noticia por la
tele y uno dijo: "Yayo, mamá trabaja allí, ¿ha pasado algo?".
"Mamá está bien, pero tenemos que volver a Barcelona", le respondió.
En el autocar de vuelta alguien comentó que uno de los fallecidos era el padre
de unos niños del pueblo. Al llegar a Barcelona se les dio la explicación.
Desde el primer momento mi prioridad fue sacarles adelante,
darles lo mejor, intentar que todo aquello no les afectara, que fueran buenas
personas (muchas cosas no se las he dicho). Al cabo de unos meses me invitaron
a volver al despacho. Fui acompañada, pero lo dejé. Preferí limitarme a las
suplencias que ya hacía en el Clínic antes. Nunca he vuelto a
entrar en Hipercor.
En todo este tiempo, salvo los primeros telegramas de
pésame, nadie me llamó. Nos dieron la indemnización y ya está. La AVT contactó conmigo en 1991.
La psicóloga Sara Bosch vino un par de veces a visitarme, pero yo quería salir por mí misma, con
mis medios, junto a mis padres y mis hermanos. Trabajando
pasaban las horas. El jefe me decía "no te quiero ver llorar" y yo me
tragaba las lágrimas. Al principio seguí una especie de diario, pero rompía las
páginas.
El tiempo ha ido cicatrizando la herida, pero cuando llega
junio, el mes en que me casé hace 44 años y el mes en que me quedé viuda, o
cada vez que veo un atentado en las noticias, reaparece la angustia. Yo he
estado en el lugar de esas familias, en la de Ignacio Echeverría.
Y me ha quedado el miedo en el cuerpo. Al principio, si
alguien venía por detrás tenía la sensación de que me iba a hacer daño.
Excepto una amiga médico que consiguió llevarme a Londres, Hawái y Nueva York,
no viajo nunca lejos. No he rehecho mi vida
sentimental. Sigo tomando
los antidepresivos que me recetó el médico. Solo
deseo que mis hijos y mis tres nietos estén bien. Y preferiría no hablar del
atentado. He procurado hablar lo menos posible. Cada
uno gestiona el dolor como puede. Y esta es mi manera".
Adelina Somoza
Rodríguez
Sufrió quemaduras en
el 44% del cuerpo. Seis operaciones. Sigue sin poder estirar una mano.
"Vivo al lado de Hipercor desde que me casé, y es
donde hacía la compra. Aquel día no tenía intención de ir, pero una vecina muy
amiga, Bárbara Serret, me dijo: "Voy a por unos zapatos
para la niña, ¿te vienes?". Como mi marido volvía al trabajo y mis hijos
estaban en la escuela, la acompañé.
Bárbara no encontraba el número de los
zapatos que le gustaban, apenas había dependientas –¿estaban almorzando?– y
decidimos bajar al súper y volver después. Al entrar, ella se fue en dirección
a los quesos y yo, a por una bandeja de carne.
Según cogí la bandeja, hubo un fogonazo delante de mí. Me
tapé la cara con la mano y, al ir hacia el pasillo, apareció una gigantesca
lengua de fuego. Empezaron a caer las
estanterías y quedé sepultada. "Dios mío, me muero",
pensé. Logré ponerme en pie y empecé a gritar "Bárbara, Bárbara",
pero el ruido era infernal. Todo estaba a oscuras.
Andé a tientas y por casualidad llegué a las escaleras.
Fui de las primeras
en salir. Un policía me llevó al Hospital de Vall d’Hebrón,
junto a otra chica y un chico. "Esos hijos de puta...", dijo el
policía. Y la chica, que iba a mi lado, respondió: "Y ustedes otros, por
no sacarnos a tiempo". Así fue como me enteré de que había sido ETA.
En Vall d’Hebrón me impresionó ver que iban llegando más y
más quemados. "Échame a mí agua", gritaba uno. "A mí, a
mí", chillaba otro. Entonces vi pasar a Bárbara en una camilla y no la
reconocí. Tenía quemaduras en el 75% del cuerpo.
Ella sí me reconoció: "Ay, Adelina, ¿qué será de nuestros hijos?"
[tenía dos niñas, una de 5 y una de 3]. "Ay, Bárbara",
contesté. Murió allí un mes después.
Yo tenía el 44% quemado.
Mi brazo olía a podrido, se empezó a hinchar como el de mi compañera de
habitación que murió esa noche. A mí me cortaron dos tendones de los pies
y evitaron la amputación. Estuve dos años entrando en quirófano porque los
injertos de la pierna izquierda se me abrían. Me quitaron la piel de los
muslos y del abdómen. En total, seis intervenciones.
Tuve que aprender a andar.
Hace unos años me diagnosticaron un cáncer de mama, y
ni la operación ni la quimio tuvieron punto de comparación con el horror de las
curas. Mi marido, Santiago,
que tuvo que lidiar con los niños, la casa y el trabajo, estuvo en tratamiento
durante dos años. Yo tomé un tiempo pastillas para dormir, pero nunca fui al
psicólogo. A mí me ayudó la familia y el responso a San
Antonio, al que tengo mucha fe [Somoza es de Puertomarín,
Lugo].
A los cinco meses volví a entrar en Hipercor y me pareció oír ruidos por todos
lados. Solo aguanté 10 minutos. Luego me acostumbré, y sigo yendo al súper. El miedo nunca se ha ido,
eso sí. A veces estoy cocinando, entra Santiago y doy un salto. No soporto los petardos. Ni las
películas de suspense. Ni las aglomeraciones. No lo puedo remediar. Imagino que eso
nunca se me quitará".
Opinión:
Tres ejemplos de personas anónimas que, al igual que todas
las demás víctimas merecen el reconocimiento del resto de los ciudadanos. Tengo
el honor de conocerles desde hace muchísimos años y de contar con su amistad,
por ello digo bien alto y bien claro que son la demostración personificada del
sentido común y por encima de todo, de la DIGNIDAD. Reitero
que es la misma opinión que tengo de la infinita mayoría de víctimas del
terrorismo. De la inmensa mayoría de víctimas del terrorismo.
En cuanto a los personajes que se adueñan del dolor ajeno relatando
historias que no han vivido ni sufrido, estoy convencido que por mucho que
repitan sus mentiras e historietas ante aquellos que les utilizan, algún día
aparecerá la verdad.
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