24 agosto 2017
No vale nada
Antoni Puigverd
En los
años de mi infancia, la gente se “vestía de luto”. El duelo formal recalcaba la
ausencia de los muertos. Los hombres llevaban una banda negra cosida en la
manga o un ribete negro en la americana. Si se ponían corbata, era negra
durante todo el año. Las mujeres, si no vestían completamente de negro,
llevaban una pieza de este color (la blusa), evitando, además, los colores
chillones en el resto de prendas. El duelo se exhibía, tal vez. El duelo era
socialmente obligado, tal vez. Pero el respeto por los muertos quedaba
subrayado. Sin ellos, la vida no invitaba a la alegría, al color. En la manera de
vestir se evidenciaba que la ausencia de los muertos sombreaba la existencia de
los vivos.
Las
primaveras de los años sesenta se llevaron estos y otros formalismos.
Colorines, bikinis y bermudas impusieron una nueva ley. Las prescripciones
fueron barridas y todo el mundo empezó a vestirse a su manera. Era la
revolución de la vida y de la libertad, que entronizó el deseo de pasarlo bien
por encima de cualquier otro valor o consideración. Aquella revolución todavía
está en marcha (ahora parece dirigirse hacia el feísmo: no hay más que ver cómo
triunfa el tatuaje), pero uno de los primeros formalismos en caer fue el duelo.
El negro dejó de ser el símbolo de la muerte para convertirse en el color de la
elegancia. Del negro se apropiaron los arquitectos y los diseñadores (Antonio
Miró) que imitaban a los monjes benedictinos. Pero también se convirtió en
bandera de punks, skins, heavies y góticos, que reivindican el negro de la
muerte, no como expresión de duelo, sino como desprecio de la vida, como
idealización del mal.
¿Hemos
organizado correctamente el duelo por los muertos de la Rambla y de Cambrils? Carlo
Ossola cree que no. Experto en literatura del Renacimiento, escribe a menudo en
el dominical de Il Sole 24 Ore, un diario económico con muy buenas páginas culturales.
El otro día, en “La necessità del lutto”, Ossola consideraba no sólo una ofensa
a las víctimas, sino un triunfo de los asesinos la decisión de reanudar como si
nada la actividad de la Rambla
inmediatamente después de haberse limpiado el rastro de los muertos. Esperaba
que la Rambla
permaneciera cerrada durante 48 horas, como mínimo: “Por el duelo, sí, por el
duelo; por respeto a las personas desaparecidas”.
Ossola se
siente reconfortado por unos turistas italianos que, habiendo regresado a casa
enseguida, dijeron ante las cámaras: “Después de aquella matanza, el viaje ya
no tenía sentido”. Era necesario, sostiene Ossola, asumir con coraje el peso de
la muerte; no engañarlo con el tópico azucarado y trivial de “la vida
continúa”. Desde el atentado de Niza, sostiene Ossola, los terroristas actúan
como si las personas no valieran nada. Las aplastan como colillas. Pero la
respuesta que damos es simétrica: ¿qué es eso de un minuto de silencio ante
tantas vidas descabezadas?
“No
detenerse ante la muerte, no rodear las víctimas de un silencio amplio y
colectivo es compartir la indiferencia con los asesinos”. Es dejar claro que la
vida no vale nada.
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