24 agosto 2017
Yo sí tengo miedo
María Amengual
Yo sí tengo miedo. El miedo
es un mecanismo que sirve a los animales para protegerse de los peligros. Es
inherente al instinto de supervivencia. Cuando mi vida está amenazada, tengo el
mismo miedo que una gacela que ve acercarse al león. ¿Cómo no me va a dar pavor
que, mientras paseo tranquilamente por la calle, una furgoneta me embista a
toda velocidad u otro transeúnte me clave un cuchillo jamonero? Es precisamente
ese temor el que me hace exigir a quien tiene en su mano la posibilidad de
hacerlo que me proteja. Sabiendo que no es infalible. No colocar bolardos
porque «es lo que querrían los yihadistas» es un insulto a la inteligencia. No.
Los terroristas quieren matarnos; precisamente lo que esperan es que no nos
custodiemos. Pero nos resistimos a hacerlo, porque queremos volver a la
«normalidad».Un retorno a la rutina que exige disfrazar nuestra cobardía de
valentía. Que pide mirar hacia otro lado lo más rápido posible. Que hace que
nos molesten las imágenes de las víctimas tendidas en el suelo de Las Ramblas.
Lo mejor es huir hacia adelante; no pensar. No reconocer que el terror da
miedo. Hacer que –cuanto antes– vuelva a ser un lugar para el paseo, la
diversión, la cultura. Homenajear a las víctimas durante una semana. Dos.
Cuatro. Con flores y cantando Imagine. Y no hacer nada más que esperar
el siguiente. En Barcelona, o en París, o Niza, o Londres.
Ojalá para dar lecciones de
periodismo se exigiera al menos haber pasado por la universidad. Como pasa con
la química, o la informática. Resulta ahora que el plano general de una masacre
–en el que no se reconoce a ninguna de las víctimas– es una portada abominable
para un periódico. Yo me pregunto qué habría sido de esta profesión sin las
imágenes del Holocausto, la guerra de Vietnam, las hambrunas en África. Todas y
cada una de las masacres contemporáneas se han fotografiado y filmado. Porque,
cuando las palabras no bastan para explicar lo inexplicable, la imagen aporta
mucha más información. Claro que hay límites: no todo vale. No se puede
transmitir en directo cuando los cuerpos de seguridad están pidiendo que no se
haga. Sin embargo, fueron los mismo Twitter, WhatsApp o Facebook que nos dan
lecciones quienes compartían los vídeos y fotos en los que sí se reconocía a
las víctimas. Y muchos quienes las grababan en lugar de socorrerlas.
No se puede entrar en una
casa precintada por la policía: es lamentable. Ahí está la línea que separa el
morbo de la información. ¿Qué aporta un plano de la casa del terrorista con los
cacharros lavados en la encimera? Sin embargo, las portadas del pasado viernes
pueden ayudarnos a saber a qué nos enfrentamos. Si queremos combatir el terror,
no creo que la mejor manera de empezar sea hacer como si no existiera. Inundar
las redes de gatitos y las portadas de crespones negros cuando quince personas
han sido vilmente asesinadas no es periodismo. Si quieren ver gatitos, es mejor
que pongan Disney Channel. Ser adulto es mirar la realidad de frente, reconocer
que es jodida e injusta y que da miedo. Y entonces decidir –consciente y
voluntariamente– que la libertad es más importante. Que vale la pena luchar
contra ese pavor, sobreponerse a él y luchar por defenderla. Y volver a Las
Ramblas.
La normalidad a la que
deseamos retornar ya no existe. Y puede que no vuelva. Para que lo haga hay que
mirar al terror a la cara. Preguntarse por los procesos que llevan a un
adolescente inmigrante de segunda generación a convertirse en un asesino.
Analizar los mecanismos de radicalización. Curiosamente, son muy similares a lo
que ocurría con ETA: jóvenes que buscan su identidad en un ambiente que es el
caldo de cultivo perfecto porque jalea su «heroica valentía en la lucha». Ver
quién siembra el odio hacia todo el que piensa diferente. Dónde lo hace. Matar
es muy fácil; mucho más si no importa morir en el intento porque se está
convencido de librar una guerra santa. Frenar una amenaza global y atomizada va
mucho más allá de las detenciones policiales –sin que eso desmerezca su
imprescindible labor–. Sólo en Cataluña hay 98 mezquitas donde se predica el
salafismo. La libertad religiosa no puede ser un paraguas que ampare a quienes
pretenden destruir la sociedad que les acoge.
Pretender que el principal
problema que tenemos son las fotografías que han publicado los periódicos o las
imágenes de televisión –aunque algunas de ellas sean censurables, no voy a caer
en el corporativismo– es no haber entendido nada. La culpa no es del
periodismo, es de los criminales. Este país ha tenido –desgraciadamente–
experiencia en la lucha antiterrorista. Fueron años de bombas y tiros en la
nuca mientras el entorno aplaudía. Hasta que la sociedad no se atrevió a mirar
el miedo de frente no cambiaron las cosas. Me pregunto cuántos cadáveres más
serán necesarios para que el yihadismo tenga a su Miguel Ángel Blanco.
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