17 julio 2017
Victimario selectivo
Antoni Puigverd
ETA acosaba, perseguía, atemorizaba, mataba. Era un esqueje
representativo de la tradición belicosa española. Una tradición inspirada en la
vieja ley del más fuerte. En la selva hispánica, las vidas son menos
importantes que las ideas. Un somero repaso a los siglos XIX y XX nos
demostraría el arraigo de tal selvática filosofía política, que los falangistas
sintetizaron: “Dialéctica del puño y las pistolas”. Guerras carlistas, golpes
de Estado liberales o reaccionarios, pronunciamientos, dictaduras, Guerra Civil,
cunetas, juicios sumarísimos, checas, exilio, matanzas, fusilamientos,
exclusiones.
Además de la ley de la selva, en
España también impera otra ley. Cínica: la ley de la indiferencia.
Insensibilidad y apatía por las víctimas que no son del propio bando. Los
relatos de cada bando relativizan o invisibilizan el mal que las restantes
facciones han recibido. Subrayan tan sólo a sus muertos. Lo hace la Iglesia con sus mártires;
y el nacionalismo español, heredero del franquismo. Lo hace el nacionalismo catalán
y la vieja o nueva izquierda comunista. Lo hace el republicanismo socialista,
etcétera.
Ahora bien: que lo hagan todos, no
quiere decir que todos sean responsables de un mal análogo. El prestigioso
historiador Paul Preston ha demostrado que el franquismo (en guerra y en
dictadura) equivale al holocausto de la población española (la catalana
incluida) que no compartía la visión patriótica de la derecha. La
responsabilidad de los herederos de esta derecha es enorme. No es, por
supuesto, una responsabilidad directa: los hijos no heredan los crímenes de los
padres. Pero sí indirecta: los hijos y nietos del franquismo heredaron
posición, fortuna e influencia orgánica. Tienen la obligación moral de
reconocer y reparar los daños de la historia. Si realmente quisieran construir
una democracia inclusiva y cordial, deberían implicarse vivamente en el
reconocimiento de las víctimas de la guerra y del franquismo. Dado este paso,
deberían seguirles los nietos y bisnietos de todas las demás corrientes: todos
nuestros ancestros, por acción u omisión, tienen las manos manchadas de sangre
fraternal.
Veinte años después del repugnante asesinato de Miguel
Ángel Blanco no hemos avanzado un centímetro en la buena dirección. ETA cometió
aquel día, además de una indecencia, un error estratégico colosal. Anunciando
el secuestro en la era de las televisiones, suscitó una extraordinaria
expectativa social. Toda España, con la emoción a flor de piel, esperaba el
desenlace feliz del secuestro. El final trágico generó un rechazo de
dimensiones históricas. Recuerdo la manifestación gerundense de condena del
asesinato: no he asistido nunca a un acto tan transversal. Allí estaban los
votantes del PP, pero también los antifranquistas de toda la vida, allí estaban
los politizados y los despolitizados, los nacionalistas catalanes y los
españoles, las derechas y las izquierdas, gente que sólo mira Telecinco y la
que sólo mira TV3.
Aznar supo transformar
magistralmente el colosal rechazo a ETA en una gran hegemonía de los postulados
del PP, que ahora se tambalean, aunque siguen perdurando. Los postulados de
esta hegemonía implicaron la desautorización ética del nacionalismo vasco y
catalán, de la que el frustrado Estatut nuevo y el actual proceso independentista
son efectos rebote. ETA, con aquel cruel asesinato, perdió toda credibilidad,
mientras que el PP, apropiándose de aquel mártir que suscitaba afecto y
compasión generales, no desaprovechó la ocasión para construir un templo
particular de obligado cumplimiento colectivo. Desde entonces, en España, sólo
merecen respeto las víctimas de ETA. Las víctimas anteriores han quedado
invisibilizadas por la ley de Amnistía de 1977. Las del atentado islamista de
Atocha o las del metro de Valencia fueron obscenamente despreciadas. Y no
hablemos de las víctimas políticas de extramuros, como el pancatalanista
Agulló: consideradas espurias, su drama ha sido silenciado.
Como se vio el otro día, en Madrid,
durante el homenaje a Blanco, gracias a la beatificación institucional de las víctimas
de ETA, el Partido Popular cuenta con una fuerza de choque muy eficaz. Es una
fuerza que llega a pasar por encima de Manuela Carmena, que en enero de 1977
salvó la vida, por casualidad, en el célebre atentado de Atocha en el que
murieron sus compañeros abogados laboralistas, en un atentado del franquismo
policial que se resistía a cambiar de camisa.
Sobre el altar selectivo de las
víctimas no se construirá nada que valga la pena, en España. El sentimiento
positivo de rechazo al asesinato de Miguel Ángel Blanco habría podido servir
para propugnar una piedad patriótica compartida. Sirvió para construir la
hegemonía política del PP. Más allá de la feliz rendición de ETA, el 20.º
aniversario del asesinato de Blanco nos recuerda que estamos donde estábamos:
una visión de España pugna por imponerse a las otras. Estamos más lejos que
nunca de “la limosna mutua de perdón y tolerancia” que Salvador Espriu, en su
versión del mito de Antígona, pedía para esta tórrida, erosionada y sufrida
Piel de Toro.
Opinión:
Solo decir que el artículo de Antoni Puigverd me parece
categórico, no se puede describir mejor la opinión en la que muchas víctimas
coincidimos. Y que esa opinión la pueda hacer pública alguien que conoce muy
bien la labor desarrollada por unas pocas víctimas le da toda la credibilidad
posible a sus palabras.
Porque hy mucho sufrimiento que todavía exige reparación.
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